La traición de mi mejor amiga: cuando la confianza se convierte en herida
—¿Por qué me haces esto, Lucía? —mi voz temblaba, apenas un susurro ahogado por el eco de la cocina vacía.
Lucía ni siquiera levantó la vista del móvil. El aroma del café recién hecho no lograba disipar el frío que se había instalado entre nosotras desde hacía semanas. Yo, sentada frente a ella, con las manos crispadas alrededor de la taza, sentía cómo el corazón me latía en la garganta. Habíamos compartido tanto: risas en los pasillos de la universidad de Salamanca, noches en vela estudiando para los exámenes, confidencias sobre amores imposibles y sueños por cumplir. Siempre pensé que nuestra amistad era a prueba de todo. Pero ahora, después de todo lo que había descubierto, ya no estaba segura de nada.
Todo empezó hace unos meses, cuando mi marido, Fernando, perdió el trabajo en la fábrica. Los gastos se acumularon y yo tuve que pedir ayuda. Lucía fue la primera persona en la que pensé. Siempre había estado ahí para mí: cuando murió mi madre, cuando nació mi hija Alba prematuramente, cuando tuve que dejar mi trabajo en la librería para cuidar a mi padre enfermo. Ella era mi refugio, mi hermana elegida.
—No te preocupes, Marta —me dijo entonces, con esa sonrisa suya tan tranquilizadora—. Yo te ayudo con lo que necesites.
Y así fue durante un tiempo. Me prestó dinero para pagar la luz y hasta se ofreció a cuidar de Alba mientras yo buscaba trabajo. Pero algo empezó a cambiar. Noté que evitaba mis llamadas y que cada vez que venía a casa, desaparecían pequeñas cosas: una pulsera de plata que me regaló mi abuela, un perfume caro que guardaba para ocasiones especiales, incluso algunos billetes sueltos de mi monedero.
Al principio pensé que era despiste mío. Con tanto estrés y preocupación, era fácil olvidar dónde dejaba las cosas. Pero una tarde, mientras recogía la habitación de Alba, encontré debajo de su cama una caja con objetos míos: joyas, sobres con dinero y hasta una carta antigua de mi madre. El corazón se me paró. ¿Cómo podía ser? ¿Lucía?
Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que le abrí mi casa y mi corazón. Todas las veces que defendí su nombre ante otros, incluso cuando mis padres me decían que era demasiado confiada. Recordé cómo me ayudó a superar el divorcio de mi hermana y cómo juntas organizamos la comunión de Alba. ¿Cómo podía haberme traicionado así?
Al día siguiente, decidí enfrentarla. La cité en casa con la excusa de tomar un café.
—¿Te acuerdas de esta pulsera? —le pregunté, mostrándole el objeto entre mis dedos temblorosos.
Lucía palideció apenas un segundo antes de recomponerse.
—Claro, es la que siempre llevabas puesta —dijo con voz neutra.
—La encontré debajo de la cama de Alba. Junto con otras cosas mías —mi voz se quebró—. ¿Por qué?
El silencio se hizo insoportable. Lucía bajó la mirada y jugueteó nerviosa con el anillo en su dedo.
—Marta… yo… no sé cómo explicarlo —murmuró—. He pasado por un mal momento…
—¿Un mal momento? ¡Yo también! ¡Y aún así nunca te he robado! —grité sin poder contenerme.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Lucía intentó acercarse pero di un paso atrás. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que apenas podía respirar.
—Siempre he estado para ti —continué—. Cuando tu padre enfermó, fui yo quien te acompañó al hospital cada día. Cuando tu novio te dejó plantada en el altar, dormiste en mi casa durante semanas. ¿Así me lo pagas?
Lucía rompió a llorar también.
—No quería hacerte daño… No sé qué me pasó… Me sentí sola y desesperada…
—¿Y crees que yo no? —le respondí—. Pero nunca te habría hecho esto.
La conversación terminó ahí. Lucía salió corriendo y yo me desplomé en el suelo de la cocina, abrazando mis rodillas como si así pudiera contener el dolor.
Durante días no pude hablar con nadie. Fernando intentó animarme pero yo solo quería llorar. Alba me preguntaba por qué estaba triste y yo no sabía qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que a veces las personas en las que más confías son las que más te hieren?
Pasaron las semanas y Lucía no volvió a llamar. Me enteré por una vecina que había dejado el barrio y se había ido a vivir con su tía en Valladolid. No sé si algún día volverá o si podré perdonarla. Lo único que sé es que desde entonces me cuesta confiar en los demás.
A veces me pregunto si fui demasiado ingenua o si simplemente tuve mala suerte. En España decimos que quien tiene un amigo tiene un tesoro… pero ¿qué pasa cuando ese tesoro se convierte en una herida?
Ahora miro a Alba jugar en el parque y me prometo ser más fuerte por ella. Pero cada vez que alguien llama a mi puerta, no puedo evitar preguntarme: ¿volveré algún día a confiar como antes? ¿O esta herida me acompañará para siempre?