Cuando la soledad pesa más que el miedo: la historia de Carmen
—¿De verdad vas a dejarlo todo ahora, Carmen? —me preguntó mi hermana Lucía, con esa mezcla de incredulidad y miedo que solo una hermana mayor puede tener.
Me quedé mirando la maleta abierta sobre la cama. No era grande, pero tampoco necesitaba mucho. A mis sesenta y ocho años, lo único que me pesaba era el silencio de la casa y la sombra de Antonio, que aún parecía recorrer los pasillos aunque ya no viviera aquí. Habían pasado tres años desde que nuestro hijo, Marcos, cumplió los dieciocho y Antonio se marchó sin mirar atrás. Ni una nota, ni una explicación. Solo el portazo y el eco de su indiferencia.
—No puedo más, Lucía. No puedo seguir fingiendo que esta casa es un hogar —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
La vida en Madrid nunca fue fácil para mí. Llegué del pueblo con diecinueve años, enamorada de Antonio y llena de sueños. Pero la ciudad me devoró poco a poco: el ruido, la prisa, la soledad entre multitudes. Antonio trabajaba horas interminables en el taller y yo me dedicaba a cuidar de Marcos y a limpiar casas ajenas para poder pagar el alquiler. Los domingos eran los únicos días en los que nos sentábamos juntos a comer, pero incluso entonces el silencio era más fuerte que cualquier conversación.
Recuerdo una tarde especialmente fría de enero. Marcos tenía fiebre y Antonio no apareció hasta pasada la medianoche. Cuando entró en casa, ni siquiera preguntó por su hijo. Se quitó los zapatos, se sirvió un vaso de vino y se sentó frente al televisor. Yo lo miré desde la puerta del dormitorio infantil, sintiendo una rabia sorda que me quemaba por dentro.
—¿No vas a preguntar cómo está tu hijo? —le dije en voz baja.
—Estoy cansado, Carmen. No empieces —fue todo lo que respondió.
A partir de ese día dejé de esperar algo de él. Me convertí en una sombra eficiente: comida en la mesa, ropa limpia, palabras justas. Cuando Marcos cumplió dieciocho años y se fue a estudiar a Salamanca, Antonio aprovechó para desaparecer definitivamente. Al principio sentí alivio. Luego llegó la soledad, esa que no te deja dormir y te obliga a enfrentarte a ti misma.
Las vecinas del bloque cuchicheaban cuando me veían salir sola al mercado.
—¿Sabes algo de Antonio? —me preguntó un día Pilar, la portera.
—No —le respondí sin detenerme—. Y tampoco quiero saberlo.
Pero no era cierto. A veces me sorprendía mirando su lado vacío del armario o esperando escuchar sus pasos en el pasillo. Me odiaba por ello.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Marcos.
—Mamá, ¿estás bien? —su voz sonaba preocupada.
—Sí, hijo. Solo un poco cansada —mentí.
—He hablado con papá —me soltó de golpe—. Está viviendo en Valencia con una mujer más joven.
Sentí una punzada en el pecho, pero fingí indiferencia.
—Me alegro por él —dije, aunque por dentro sentía que me arrancaban algo.
Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. No por Antonio, sino por mí misma. Por todo lo que había dejado pasar, por todos los sueños enterrados bajo la rutina y el miedo al qué dirán.
Fue entonces cuando empecé a pensar en marcharme del piso de Madrid. La ciudad ya no tenía nada para mí. Ni amigos, ni familia cercana, ni recuerdos felices. Solo paredes grises y noches interminables de insomnio.
Le conté mi decisión a Lucía durante una comida familiar en su casa de Toledo.
—¿Y adónde piensas ir? —preguntó mi sobrina Marta.
—Al pueblo. Quiero volver a la casa donde nací —respondí con firmeza.
Mi hermana se llevó las manos a la cabeza.
—Pero si allí no queda nadie…
—Quedo yo —le respondí—. Y eso es suficiente.
El día que cerré la puerta del piso por última vez sentí miedo, sí, pero también una extraña sensación de libertad. El tren hacia Ávila iba casi vacío. Miré por la ventanilla los campos dorados y recordé mi infancia: las fiestas del pueblo, las tardes jugando al escondite entre los olivos, las risas con mis amigas antes de que todas nos fuéramos a buscar fortuna a la ciudad.
La casa estaba polvorienta y llena de telarañas, pero era mía. Me pasé los primeros días limpiando y arreglando lo poco que quedaba en pie. Los vecinos me miraban con curiosidad desde lejos; algunos se acercaron a saludarme y otros simplemente murmuraban entre ellos.
Una tarde, mientras barría el patio, se acercó don Manuel, el médico jubilado del pueblo.
—Carmen, ¿qué haces aquí sola? —me preguntó con voz amable.
—Viviendo —le respondí sin pensarlo.
Él sonrió y me invitó a tomar café en su casa. Poco a poco fui recuperando algo parecido a la alegría: las charlas con los vecinos, las tardes leyendo al sol, las caminatas por los caminos polvorientos donde solo se escucha el canto de los pájaros.
Pero no todo era fácil. La soledad seguía pesando algunas noches; el miedo al futuro me asaltaba cuando menos lo esperaba. ¿Y si me ponía enferma? ¿Y si nadie venía a buscarme si me caía? A veces llamaba a Marcos solo para escuchar su voz y asegurarme de que seguía ahí fuera, aunque lejos.
Un día recibí una carta inesperada. Era de Antonio. Decía que quería verme, que necesitaba hablar conmigo antes de que fuera demasiado tarde. Dudé mucho antes de responderle. Al final le escribí unas líneas sencillas: “No tengo nada que decirte. Espero que seas feliz”.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en años.
Ahora paso los días entre libros y paseos por el campo. A veces echo de menos el bullicio de Madrid o las risas de Marcos cuando era niño. Pero sé que he hecho lo correcto.
¿Es posible empezar de nuevo cuando ya has vivido casi toda una vida? ¿O solo estamos huyendo del pasado sin atrevernos a mirar hacia adelante? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?