Cuando el silencio pesa más que el trabajo: Mi historia entre la distancia y la desconfianza
—¿De verdad, Lucía? ¿Otra vez has comprado ropa para Sofía? —Mi voz temblaba, entre el cansancio del vuelo y la rabia contenida. Acababa de llegar de Texas, después de seis meses trabajando en la construcción bajo un sol que no perdona ni a los pecadores. El olor a café recién hecho no lograba tapar el silencio incómodo que se había instalado en nuestro pequeño piso de Vallecas.
Lucía me miró, desafiante, con los ojos brillando de lágrimas contenidas. —Manuel, nuestra hija está creciendo. No puedo mandarla al colegio con los mismos pantalones rotos de siempre. Además, tú no estabas aquí para verlo.
Me senté en la silla de la cocina, la misma donde tantas veces habíamos soñado con una vida mejor. Pero ahora todo me parecía ajeno. El frigorífico lleno, sí, pero la cuenta vacía. El recibo de la luz sobre la mesa, junto con un sobre del banco que no me atrevía a abrir.
—¿Y qué hay de lo que hemos hablado tantas veces? —le pregunté, bajando la voz—. Que hay que ahorrar, Lucía. Que no podemos gastar como si el dinero creciera en los árboles.
Ella suspiró y se apartó un mechón de pelo detrás de la oreja. —¿Y tú crees que yo no lo sé? ¿Que no me duele cada vez que tengo que decirle que no a Sofía? Pero tú te fuiste. Y aquí las cosas siguen subiendo. El pan, la leche, hasta el abono transporte…
Me quedé callado. No podía negar la realidad. En Texas ganaba más en una semana que aquí en un mes, pero cada euro que mandaba parecía desvanecerse en cuanto llegaba. Y ahora, al volver, me encontraba con una Lucía cansada, una hija que apenas me reconocía y una casa donde el eco del dinero gastado era más fuerte que cualquier bienvenida.
—¿Sabes lo que es estar sola aquí? —me soltó de repente—. ¿Tener que decidir si pago el gas o si compro fruta? ¿Aguantar a tu madre diciendo que todo esto es culpa mía porque no sé administrar?
La rabia se mezcló con la culpa. Mi madre siempre había sido dura con Lucía desde que nos casamos. «Una chica de barrio obrero como tú solo sabe gastar», le había dicho más de una vez. Yo nunca supe ponerme del todo de su lado.
—No es justo, Lucía —dije al fin—. Yo también lo paso mal allí. No sabes lo que es dormir en una habitación compartida con otros seis hombres, comer comida rápida todos los días y contar los días para volver a casa…
Ella se acercó y me tomó la mano. Por un momento, volvimos a ser los mismos de antes, los que soñaban con un futuro mejor para Sofía.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella—. ¿Vas a volver a irte?
No supe qué responderle. El trabajo aquí escasea y lo poco que hay paga una miseria. Pero irme otra vez sería como seguir poniendo parches a una herida que no deja de sangrar.
Esa noche cenamos en silencio. Sofía jugaba en su habitación con una muñeca nueva —otra compra reciente— mientras yo hacía cuentas en una libreta vieja. Los números no cuadraban por más vueltas que les daba.
Al día siguiente, Lucía me propuso algo inesperado:
—¿Y si ahora me toca a mí? ¿Y si busco trabajo fuera y tú te quedas con Sofía?
Me quedé helado. Nunca habíamos hablado en serio de esa posibilidad. Lucía tenía estudios —había terminado Magisterio pero nunca encontró plaza— y siempre había trabajado en tiendas o limpiando casas.
—¿De verdad lo dices en serio? —le pregunté.
—Sí —respondió ella—. Estoy cansada de sentirme inútil, Manuel. De ser siempre yo la que espera a que llegues con dinero. Quiero intentarlo. Quizá fuera encuentre algo mejor.
La idea me asustaba y me dolía al mismo tiempo. ¿Sería capaz de cuidar yo solo de Sofía? ¿Y si Lucía tampoco encontraba nada? ¿Y si todo esto solo servía para alejarnos más?
Pasaron los días y el ambiente en casa se volvió tenso. Mi madre venía cada tarde «a ayudar», pero sus comentarios eran cada vez más venenosos:
—Esto antes no pasaba, Manuel. Las mujeres sabían estar en su sitio…
Yo callaba por no discutir delante de Sofía, pero por dentro hervía.
Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, escuché a Sofía hablar sola:
—¿Por qué papá está triste? ¿Por qué mamá llora cuando cree que no la veo?
Me senté a su lado y le acaricié el pelo.
—A veces los mayores también nos equivocamos, hija —le dije—. Pero siempre vamos a estar contigo.
Esa noche hablé largo y tendido con Lucía. Le confesé mis miedos y ella los suyos. Lloramos juntos por primera vez en mucho tiempo.
Al final decidimos intentarlo: Lucía buscaría trabajo fuera durante unos meses y yo me quedaría con Sofía y buscaría algún chapuzas por el barrio. No sabíamos si funcionaría, pero al menos lo haríamos juntos.
Hoy escribo esto mientras preparo el desayuno para mi hija y espero la llamada de Lucía desde Valencia, donde ha encontrado un trabajo temporal como monitora en un colegio de verano.
A veces me pregunto: ¿cuánto puede resistir una familia antes de romperse? ¿Es el dinero lo único que nos separa o es solo una excusa para no hablar de lo que realmente nos duele?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Creéis que merece la pena sacrificar tanto por sobrevivir o hay otra forma de vivir sin perderse por el camino?