Una cena cualquiera, ¿o el principio del fin?
—¿Otra vez pollo al horno? —preguntó Mateo, dejando caer la mochila en la entrada y sin mirarme siquiera—. Es solo una cena, ¿qué más da?
Sentí cómo se me helaba la sangre. No era la primera vez que lo decía, pero sí la primera vez que me dolía tanto. Quizá porque llevaba semanas arrastrando un cansancio que no se iba ni con tres cafés. O quizá porque esa mañana, mientras recogía los calcetines suyos del suelo y preparaba la mochila de Lucía para el colegio, me pregunté si alguien notaría si yo desapareciera un día.
Me quedé quieta, cuchara en mano, mirando el vapor que salía del horno. Lucía entró corriendo detrás de su padre, con los deberes a medio hacer y las zapatillas desparejadas.
—Mamá, ¿me ayudas con mates? —dijo, sin mirar a Mateo.
Él ya estaba en el sofá, móvil en mano, riéndose con algún vídeo. Yo sentí una punzada en el pecho. ¿De verdad era solo una cena? ¿De verdad todo lo que hacía era tan invisible?
Esa noche cenamos en silencio. Mateo ni siquiera notó que no me serví nada. Cuando acabaron, recogí los platos y los lavé mientras ellos veían la tele. Me fui a la cama antes de las diez, fingiendo dolor de cabeza. No dormí nada.
Al día siguiente, decidí que tenía que enseñarle a Mateo lo que significaba mi día a día. No podía seguir así. Me levanté temprano y dejé una nota en la nevera:
«Hoy tienes tú la casa. Yo me voy a dar una vuelta. La lista de tareas está en la mesa. Suerte.»
Salí sin hacer ruido. Caminé por las calles de nuestro barrio en Madrid, sintiendo una mezcla de culpa y alivio. Me senté en un banco del parque y vi cómo los niños jugaban mientras sus madres charlaban entre ellas. Me pregunté cuántas de ellas se sentían como yo.
A media mañana, el móvil empezó a vibrar sin parar:
—Ariana, ¿dónde está el uniforme de Lucía?
—¿Cómo se hace la tortilla esa que le gusta?
—¿Dónde guardas los papeles del seguro?
No contesté a ninguno. Me limité a mirar las nubes y dejar que el sol me calentara la cara.
A mediodía volví a casa. Mateo estaba desbordado: la cocina era un caos, Lucía lloraba porque no encontraba su cuaderno de música y él tenía una mancha de tomate en la camisa.
—¿Por qué no me has avisado? —me reprochó, casi suplicando.
—¿Avisarte de qué? —le respondí con calma—. Es solo una casa, ¿qué más da?
Se quedó callado. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al miedo o al respeto. No sé cuál de las dos cosas me dolió más.
Esa tarde no hice nada. Me senté en el balcón con un libro mientras él intentaba poner orden. Escuché cómo discutía con Lucía porque no encontraba los deberes, cómo se frustraba al ver que la lavadora no funcionaba porque nadie había comprado detergente.
Por la noche, cuando Lucía ya dormía, se sentó a mi lado en el sofá.
—No sabía que era tanto —me dijo en voz baja—. Pensé que exagerabas.
No contesté. Solo lo miré y vi al hombre del que me enamoré hace años, pero también vi al hombre que había dejado de ver todo lo que yo hacía por él y por nuestra hija.
—¿Por qué nunca me lo dijiste así? —preguntó—. ¿Por qué no me pediste ayuda?
Sentí rabia y tristeza a partes iguales.
—Porque nunca escuchabas —le dije—. Porque cada vez que intentaba hablarlo, lo convertías en una broma o decías que era solo una cena.
Se quedó callado mucho rato. Luego me abrazó y lloró en silencio. Yo también lloré, pero no sé si de alivio o de miedo por lo que vendría después.
Durante las semanas siguientes intentamos repartir las tareas. No fue fácil; hubo discusiones, olvidos y algún que otro grito. Pero poco a poco Mateo empezó a entender lo que significaba cuidar de una familia: no era solo poner un plato en la mesa o llevar a Lucía al colegio; era estar presente, escuchar, compartir el peso.
Un domingo por la tarde, mientras recogíamos juntos la cocina después de comer paella con mis padres, mi madre me miró y sonrió cómplice. Supo sin palabras lo que había cambiado en casa.
A veces pienso en todas las mujeres —y también hombres— que llevan años cargando con todo sin que nadie lo note. Pienso en cuántos Mateos hay por ahí diciendo «es solo una cena» sin saber todo lo que hay detrás.
¿De verdad es tan difícil ver lo invisible? ¿Cuántas veces más tendremos que desaparecer para que nos vean?