Herencia envenenada: El precio de la sangre
—¡No puedo creer lo que estáis haciendo! —gritó mi cuñada Victoria, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada—. ¿De verdad vas a quedarte con la mitad de la casa, Andrés? ¡Tú no lo necesitas! ¡Tienes tu empresa, tu chalet en Pozuelo, tus vacaciones en la Costa Brava! ¿Cómo puedes mirar a tu hermana a la cara y exigirle esto?
El salón olía a café frío y a resentimiento. La mesa, donde tantas veces habíamos compartido cenas familiares, era ahora un campo de batalla. Yo, sentada junto a mi marido, sentía el peso de todas las miradas. Mi suegra, Carmen, había fallecido hacía apenas dos semanas y su ausencia era un silencio atronador en cada rincón de la casa.
Victoria temblaba. Su marido, Luis, le apretaba la mano bajo la mesa. Andrés, mi esposo, mantenía la mirada baja. Yo sabía que él no quería este conflicto, pero también sabía que no iba a ceder tan fácilmente. La abogada del notario había leído el testamento esa misma mañana: la casa de Carmen, un piso antiguo pero bien situado en Chamberí, quedaba a repartir entre sus dos hijos. No había más bienes.
Victoria vivía al día. Trabajaba como administrativa en una clínica dental y apenas llegaba a fin de mes. Su marido llevaba meses en paro. Sus dos hijos adolescentes compartían habitación y soñaban con tener un espacio propio. Andrés y yo, en cambio, teníamos una vida acomodada: empresa propia, dos coches, vacaciones cada verano y una hipoteca casi pagada.
—Mamá siempre quiso que yo me quedara aquí —sollozó Victoria—. Lo sabéis todos. Ella me lo decía cada vez que venía a verla: “Hija, esta casa es tuya”.
Andrés suspiró. —Victoria, lo siento, pero el testamento es claro. Mamá nos deja la casa a los dos. No puedo renunciar a mi parte así como así.
—¿Y para qué la quieres? —insistió Victoria—. ¿Para venderla y comprarte otro coche? ¿Para alquilarla y sacar más dinero? ¡No tienes vergüenza!
Sentí cómo el aire se volvía irrespirable. Quise intervenir, pero no era mi lugar. O eso pensaba hasta que mi tía política, Mercedes, se levantó de golpe.
—¡Basta ya! —exclamó Mercedes—. Andrés, hijo, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Victoria lo necesita mucho más que tú. ¿De verdad vas a quitarle el techo a tu propia hermana?
La tensión era insoportable. Nadie se atrevía a mirar a Mercedes a los ojos. Ella siempre había sido la voz de la razón en la familia, pero ahora su tono era duro como el mármol.
—No es justo —dijo Luis en voz baja—. No es justo que el dinero valga más que la familia.
Andrés se levantó despacio y salió al balcón. Yo le seguí, dejando atrás los susurros y los reproches.
—¿Qué quieres hacer? —le pregunté en voz baja.
Él se pasó las manos por el pelo.—No lo sé, Lucía. No quiero pelearme con mi hermana… pero tampoco quiero que piense que soy un tonto. Mamá dejó la casa para los dos.
—¿Y si renuncias a tu parte? —sugerí—. Nosotros no necesitamos ese dinero.
Me miró con tristeza.—No es solo por el dinero. Es por el principio… Siempre he sentido que mamá prefería a Victoria. Siempre le daba todo a ella porque “lo necesitaba más”. Yo también soy su hijo.
Me quedé callada. Nunca había visto esa herida en él.
Esa noche no dormimos. Los mensajes de WhatsApp no paraban: Victoria llorando, Mercedes indignada, Luis pidiendo comprensión. Al día siguiente, Andrés fue al despacho del notario para consultar opciones legales. Mientras tanto, Victoria vino a casa con sus hijos.
—No puedo perder esta casa —me confesó entre lágrimas—. No tengo dónde ir…
Sus hijos escuchaban desde el pasillo, fingiendo jugar con el móvil pero atentos a cada palabra.
Los días siguientes fueron un desfile de reproches y silencios incómodos. La familia se dividió: unos apoyaban a Victoria, otros defendían el derecho de Andrés. En las comidas familiares ya nadie reía como antes.
Un domingo por la tarde, Mercedes organizó una reunión en su casa para intentar mediar.
—Sois hermanos —dijo Mercedes con voz firme—. Carmen os dejó esta casa porque quería que os cuidárais mutuamente, no para que os destruyérais.
Victoria lloraba en silencio; Andrés apretaba los puños bajo la mesa.
—¿Y si llegáis a un acuerdo? —propuso Mercedes—. Andrés podría cederte el uso de la casa mientras tus hijos sean menores… Y cuando ellos se independicen, podríais venderla y repartir lo que quede.
Victoria asintió tímidamente.—Eso me daría tiempo para ahorrar…
Andrés dudó mucho antes de responder.—Está bien… Pero quiero que quede por escrito.
El acuerdo calmó las aguas solo en apariencia. La herida seguía abierta: cada vez que nos veíamos, el tema salía a relucir como una sombra imposible de ignorar.
Hoy han pasado dos años desde aquel día. Victoria sigue viviendo en la casa con sus hijos; Andrés y yo seguimos adelante con nuestra vida cómoda pero algo más vacía. La familia nunca volvió a ser la misma.
A veces me pregunto si todo esto mereció la pena… ¿De verdad el dinero puede valer más que una hermana? ¿Cuántas familias más se romperán por una herencia?