El Último Amanecer en la Ruta 34
—¡No te bajes, Tomás! —gritó mi hermano Julián desde el asiento del acompañante, con la voz temblorosa y los ojos clavados en el espejo retrovisor.
Pero ya era tarde. El motor del auto rojo, detenido en la banquina, parecía gemir bajo la luz mortecina del amanecer. Un hombre agitaba los brazos desesperado, y aunque sabía que detenerse en una ruta desierta de Santiago del Estero a esa hora era una locura, algo en su mirada me obligó a frenar.
—¿Y si es una trampa? —insistió Julián, bajando la ventanilla apenas unos centímetros—. Acá pasan cosas, Tomás. No seas boludo.
Pero yo ya estaba afuera, sintiendo el rocío frío pegándose a mi piel y el corazón golpeando como si quisiera salirse del pecho. El hombre, de unos cuarenta años, barba desprolija y ojos hundidos, se acercó corriendo.
—¡Gracias, hermano! Se me murió el auto y no tengo señal. Mi nena está enferma, mirá —dijo señalando hacia el asiento trasero, donde una niña de no más de seis años dormía envuelta en una manta desteñida.
Por un instante dudé. Recordé las historias que contaba mi abuela sobre asaltos en la ruta, sobre gente que desaparecía sin dejar rastro. Pero la niña tosió y mi instinto pudo más.
—¿Tenés agua? —preguntó el hombre—. Está con fiebre desde anoche.
Corrí al baúl y saqué la botella que guardábamos para emergencias. Julián bajó del auto a regañadientes, murmurando maldiciones.
—Esto no me gusta nada —me susurró—. ¿Y si nos roban?
Pero el hombre solo aceptó el agua y nos miró con gratitud. Mientras le daba de beber a la nena, me contó que venía de Tucumán, que su esposa los había dejado hacía dos meses y que no tenía a quién recurrir.
—No sé qué haría sin ustedes —dijo con lágrimas en los ojos—. No tengo plata ni para el colectivo.
Sentí una punzada en el pecho. Recordé a mi viejo, que nos había abandonado cuando yo tenía diez años. Recordé las noches en que mamá lloraba en silencio y cómo Julián y yo aprendimos a sobrevivir solos en una casa donde el amor era un lujo escaso.
—¿Querés que te llevemos hasta el pueblo? —pregunté sin pensarlo demasiado.
Julián me miró como si estuviera loco, pero no dijo nada. El hombre dudó un segundo y luego asintió. Ayudamos a la nena a subir a nuestro auto y dejamos su vehículo en la banquina, prometiendo avisar a la policía cuando llegáramos al próximo destacamento.
El viaje fue tenso. La niña dormía apoyada en mi hombro y el hombre no dejaba de mirar por la ventanilla, como si temiera que algo o alguien lo siguiera. Julián conducía apretando el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Cómo te llamás? —le pregunté al hombre para romper el silencio.
—Ramiro —respondió sin mirarme—. Y ella es Milagros.
La conversación murió ahí. El sol empezaba a asomar por el horizonte cuando llegamos al primer pueblo: Fernández. Paramos frente a la comisaría y Ramiro bajó con Milagros en brazos. Nos agradeció una vez más y desapareció tras la puerta de chapa oxidada.
Julián arrancó sin decir palabra. Solo cuando dejamos atrás el pueblo se atrevió a hablar:
—¿Sabés qué pienso? Que hicimos mal. Que no podés confiar en nadie acá. Mirá si era un chorro o un loco…
Lo miré de reojo. Siempre había sido así: desconfiado, duro, incapaz de mostrar debilidad. Pero yo… yo sentía que algo había cambiado dentro mío esa madrugada.
El resto del viaje fue un silencio largo y espeso. Llegamos a casa justo cuando mamá salía al patio con la pava para el mate.
—¿Y ese olor? —preguntó frunciendo la nariz—. ¿No se habrán metido en algún lío?
Julián se encerró en su cuarto sin responder. Yo me quedé afuera, mirando cómo el sol iluminaba los girasoles del fondo y preguntándome si alguna vez podría contarle a mamá lo que había pasado realmente esa noche.
Esa tarde, mientras ayudaba a mamá a pelar papas para el guiso, sonó el teléfono fijo. Era la policía de Fernández. Querían hablar conmigo.
—¿Usted fue quien ayudó a Ramiro Díaz esta mañana? —preguntó una voz grave al otro lado de la línea.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Sí… ¿Pasó algo?
—Necesitamos que venga a declarar. Hay cosas que no cierran en su historia.
Colgué temblando. Julián apareció detrás mío, pálido como un papel.
—¿Qué pasa?
Le conté todo entre susurros. Mamá nos miraba desde la cocina, preocupada pero sin preguntar nada. Esa noche casi no dormí. Soñé con rutas interminables, autos abandonados y una niña que lloraba mi nombre desde la oscuridad.
Al día siguiente fui a la comisaría con Julián. Nos hicieron esperar horas en un pasillo frío y sucio. Finalmente nos llamaron a declarar.
—Ramiro Díaz está prófugo —nos dijo el comisario—. Lo buscan por secuestro parental y robo agravado. La nena… no es su hija biológica.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—Pero… ¡él dijo…!
El comisario me interrumpió:
—A veces las cosas no son lo que parecen, muchacho. Ustedes hicieron lo correcto ayudando a esa criatura, pero tienen que entender que acá nadie es inocente del todo.
Salimos de ahí con una mezcla de alivio y culpa imposible de explicar. En casa, mamá nos abrazó fuerte por primera vez en años. Esa noche cenamos juntos como cuando éramos chicos, pero algo se había roto entre Julián y yo.
Pasaron los días y la noticia corrió por todo el pueblo: dos hermanos ayudaron sin querer a un prófugo peligroso. Algunos nos miraban con admiración; otros con desconfianza o burla. Julián dejó de hablarme por semanas, encerrado en su mundo de sospechas y resentimientos.
Yo empecé a preguntarme si realmente había hecho lo correcto o si solo había repetido los errores de mi padre: confiar demasiado, esperar milagros donde solo hay dolor.
Una tarde encontré una carta bajo la puerta. Era de Ramiro:
«Gracias por ayudarme esa noche. No soy un monstruo; solo quería salvarla de una vida peor que la mía. Cuídense mucho».
Le mostré la carta a Julián y por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.
Hoy sigo recorriendo esa ruta cada vez que puedo, buscando respuestas entre los girasoles y el polvo del camino. Me pregunto si alguna vez podré perdonarme por lo que pasó esa madrugada o si simplemente somos víctimas de nuestras propias decisiones.
¿Ustedes qué habrían hecho? ¿Habrían frenado o habrían seguido de largo? ¿De verdad podemos elegir nuestro destino o solo respondemos al llamado de lo inevitable?