En el móvil de mi marido encontré mensajes de otra: La historia de Carmen de Valladolid

—¿Quién es Lucía? —pregunté con la voz temblorosa, el móvil de Antonio aún en mi mano, la pantalla iluminada con aquel mensaje que no dejaba lugar a dudas.

Antonio levantó la vista del periódico, sus gafas resbalando por la nariz. El silencio se hizo tan espeso que podía oír mi propio corazón retumbando en el pecho. En ese instante, supe que nada volvería a ser igual.

Me llamo Carmen, tengo 58 años y vivo en Valladolid. Llevo treinta y cinco años casada con Antonio, el hombre con el que creí compartirlo todo: dos hijos ya adultos, una hipoteca casi pagada y una rutina que, aunque a veces monótona, me daba seguridad. Nunca pensé que la traición pudiera colarse en mi casa, entre las paredes donde tantas veces reímos y lloramos juntos.

Aquel jueves por la tarde, mientras recogía la cocina después de comer, el móvil de Antonio vibró sobre la encimera. No suelo mirar sus cosas, pero ese día algo me empujó a hacerlo. Quizá fue el sexto sentido, o simplemente el aburrimiento. Lo cierto es que lo desbloqueé —él nunca ha cambiado el código— y ahí estaba: “Te echo de menos. ¿Cuándo nos vemos?”. Firmado: Lucía.

Sentí un frío recorriéndome la espalda. No podía ser. Antonio siempre ha sido un hombre serio, predecible hasta el extremo. ¿Una aventura? ¿Él? Me senté en la silla, incapaz de sostenerme en pie. Leí los mensajes una y otra vez, buscando alguna explicación lógica: ¿una compañera del trabajo? ¿Una broma? Pero las palabras eran demasiado íntimas.

Cuando Antonio entró en la cocina, me encontró con el móvil en la mano y las lágrimas asomando. Su cara cambió al instante.

—Carmen, ¿qué pasa?

—¿Quién es Lucía? —repetí, esta vez más fuerte.

El silencio se alargó. Él bajó la mirada y suspiró.

—No es lo que piensas…

—¿Entonces qué es? —le interrumpí—. ¿Por qué te escribe así?

Antonio se sentó frente a mí. Vi en sus ojos algo que no reconocí: miedo, vergüenza… o quizá culpa.

—Es una compañera del trabajo. Hemos hablado mucho últimamente porque… porque me siento solo, Carmen. Desde que los niños se fueron y tú estás tan ocupada con tu madre y tus cosas…

Sentí una punzada de rabia.

—¿Y eso justifica que le digas que la echas de menos?

Antonio no respondió. El silencio fue peor que cualquier palabra.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama mientras él roncaba a mi lado como si nada hubiera pasado. Recordé todos nuestros años juntos: los veranos en Santander con los niños pequeños, las discusiones por tonterías, las reconciliaciones bajo las sábanas. ¿Había sido todo una mentira?

Al día siguiente, llamé a mi hermana Pilar. Siempre ha sido mi confidente.

—Carmen, tienes que hablarlo con él —me dijo—. Pero también piensa en ti. ¿Qué quieres hacer?

No lo sabía. Parte de mí quería gritarle, echarle de casa. Otra parte solo quería abrazarle y fingir que nada había pasado.

Pasaron los días y la tensión creció como una nube negra sobre nosotros. Antonio intentaba comportarse como siempre: preparaba el café por las mañanas, me preguntaba por mi madre enferma, veía el telediario conmigo en silencio. Pero yo ya no podía mirarle igual.

Una tarde, mientras doblaba ropa en el salón, entró mi hijo mayor, Sergio.

—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó al verme tan callada.

No pude más y rompí a llorar. Sergio me abrazó sin preguntar nada más. Sentí vergüenza: ¿cómo explicar a mi propio hijo que su padre quizá tenía otra mujer?

Esa noche decidí enfrentarme a Antonio de verdad.

—No puedo seguir así —le dije—. Necesito saber toda la verdad.

Antonio bajó la cabeza.

—No ha pasado nada físico —dijo—. Solo hablamos… mucho. Me sentía solo y ella me escuchaba.

—¿Y yo? ¿No podía escucharte yo?

Antonio se encogió de hombros.

—No quería preocuparte más…

Me sentí invisible, como si todos estos años hubieran sido solo un decorado bonito para ocultar su soledad y la mía.

Durante semanas vivimos como dos extraños bajo el mismo techo. Yo iba a cuidar a mi madre cada tarde; él llegaba tarde del trabajo o se encerraba en el despacho. Los hijos notaban algo raro pero nadie decía nada.

Un domingo por la mañana, mientras preparaba una tortilla para comer, Antonio se acercó por detrás y me abrazó. Sentí ganas de apartarle pero no lo hice.

—Carmen, no quiero perderte —susurró—. He sido un idiota.

Me giré para mirarle a los ojos.

—¿De verdad quieres arreglarlo?

Él asintió.

Fuimos juntos a terapia de pareja. Al principio fue duro: salieron a la luz viejas heridas, reproches nunca dichos, silencios acumulados durante años. Descubrimos que ambos nos habíamos sentido solos mucho tiempo pero ninguno se atrevió a decirlo en voz alta.

Poco a poco fuimos reconstruyendo algo parecido a la confianza. No fue fácil ni rápido; aún hoy hay días en los que dudo si hice bien en perdonarle o si solo tengo miedo a estar sola.

A veces me pregunto si realmente se puede volver a confiar después de una traición así o si simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices.

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede perdonar de verdad o solo aprendemos a convivir con el dolor?