Entregué a mi nieto a mi hijo enfermo. Hoy sé que fue mi culpa

—Mamá, ¿por qué siempre tienes que meterte en mi vida? —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, tan áspera como el frío de enero que se colaba por las ventanas del piso antiguo de Vallecas.

Me quedé paralizada, con Lucas dormido en mis brazos. Su respiración suave era lo único que me anclaba a la realidad mientras mi hijo, con los ojos inyectados de rabia y cansancio, me miraba como si yo fuera la causa de todos sus males. No era la primera vez que discutíamos, pero aquella noche sentí que algo se rompía para siempre.

Sergio siempre fue un niño sensible. Desde pequeño, los médicos decían que tenía una mente brillante pero frágil. Cuando su padre nos dejó, él tenía solo nueve años. Yo intenté ser madre y padre, pero nunca supe si lo hice bien. Ahora, con treinta y cinco años y una depresión diagnosticada, Sergio apenas podía cuidar de sí mismo. Por eso, cuando su exmujer se marchó a Barcelona y dejó a Lucas conmigo, pensé que era lo mejor para todos.

Pero Sergio no lo veía así. Aquella noche llegó sin avisar, con la mirada perdida y las manos temblorosas. —Dame a mi hijo —me exigió—. No tienes derecho a quitármelo.

Intenté razonar con él. —Sergio, sabes que ahora no estás bien. Lucas necesita estabilidad…

—¡No me digas lo que necesita mi hijo! —gritó, y sentí cómo el miedo me subía por la garganta.

Lucas se removió en mis brazos y abrió los ojos. —¿Abuela? —susurró, medio dormido.

—Todo está bien, cariño —le mentí, acariciándole el pelo.

Pero nada estaba bien. Sergio empezó a llorar, primero en silencio y luego con sollozos desgarradores. Me acerqué a él, quise abrazarle como cuando era niño, pero me apartó de un empujón.

—Siempre has pensado que soy un inútil —me escupió—. Que no puedo cuidar ni de mi propio hijo.

—Eso no es verdad…

—¡Sí lo es! —me interrumpió—. Siempre has decidido por mí. Siempre has creído que sabías lo que era mejor.

Me quedé sin palabras. ¿Era cierto? ¿Había sido yo tan controladora? ¿Había asfixiado a mi propio hijo con mi amor mal entendido?

Esa noche no dormí. Me senté en la cocina, con una taza de café frío entre las manos, escuchando cómo Sergio paseaba nervioso por el salón. Al amanecer, tomé la decisión más difícil de mi vida: le entregaría a Lucas.

No fue un acto de confianza en Sergio, sino de rendición. Pensé que si le daba la oportunidad de ser padre, tal vez encontraría fuerzas para salir adelante. O quizá solo quería dejar de sentirme culpable por sus fracasos.

Los primeros días fueron un infierno. Lucas lloraba cada noche pidiendo volver conmigo. Sergio intentaba mantener la rutina: llevarle al colegio, preparar la cena… Pero su enfermedad le devoraba poco a poco. Yo iba cada tarde a ayudarles, pero él me recibía con hostilidad.

—No necesito tu compasión —me decía—. Solo quiero que confíes en mí.

Pero yo no podía confiar. Cada vez que veía las ojeras de Lucas o escuchaba los gritos de Sergio tras la puerta cerrada del baño, sentía que había cometido un error irreparable.

Un día, el colegio me llamó: Lucas había llegado con un moratón en el brazo y no quería hablar con nadie. Fui corriendo al piso de Sergio y le encontré tirado en el sofá, rodeado de latas vacías y pastillas desparramadas por la mesa.

—¿Qué has hecho? —le grité, fuera de mí.

Él me miró con los ojos vidriosos.—No puedo más, mamá… No puedo…

Llamé a emergencias y esa noche internaron a Sergio en el hospital psiquiátrico de Leganés. Lucas volvió conmigo, pero ya no era el mismo niño alegre de antes. Había aprendido demasiado pronto lo frágil que puede ser la vida.

Ahora paso los días intentando reconstruir lo que queda de mi familia. Voy a ver a Sergio cada semana; algunas veces hablamos del pasado, otras solo nos miramos en silencio. Lucas ha empezado terapia infantil y poco a poco vuelve a sonreír.

Pero yo no puedo perdonarme del todo. Sigo preguntándome si hice lo correcto o si solo actué por miedo y culpa. ¿Debería haber luchado más por proteger a mi nieto? ¿O debería haber confiado antes en mi hijo?

A veces me despierto en mitad de la noche y escucho la voz de Sergio: «Siempre has decidido por mí». Y me pregunto: ¿Es posible amar demasiado? ¿Puede el amor convertirse en una cárcel para quienes más queremos?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Dónde está el límite entre proteger y dejar crecer?