Entre el amor y el olvido: La historia de Lucía
—¿Por qué siempre es Álvaro? —grité, con la voz rota, mientras mi madre, Carmen, recogía los platos del desayuno sin mirarme a los ojos.
Ella suspiró, como si mi pregunta fuera una molestia más en su rutina. —No empieces, Lucía. Tu hermano necesita más ayuda con los deberes. Tú eres lista, tú puedes sola.
Ese “tú puedes sola” me perseguía desde que tenía memoria. Vivíamos en una casa antigua, de paredes gruesas y ventanas pequeñas, en un pueblo donde todos se conocían y las habladurías eran moneda corriente. Mi padre, Antonio, trabajaba en el campo y apenas estaba en casa. Mi madre era la que mandaba, la que decidía a quién se le daba el último trozo de tortilla o el beso de buenas noches.
Álvaro era dos años menor que yo, pero parecía el rey de la casa. Si se caía, mamá corría. Si sacaba un cinco en matemáticas, había fiesta. Yo podía traer un sobresaliente y apenas recibía una sonrisa distraída. Recuerdo una tarde de invierno, cuando tenía once años. Había ganado un concurso de redacción en el colegio. Corrí a casa con el diploma, esperando ver orgullo en los ojos de mi madre. Pero al llegar, la encontré curando una herida en la rodilla de Álvaro.
—Mira, mamá, he ganado —dije, extendiendo el papel.
Ella ni siquiera levantó la vista. —Déjalo en la mesa, Lucía. Ahora no puedo.
Esa noche lloré en silencio, abrazada a mi almohada. Me preguntaba qué tenía mi hermano que yo no tuviera. ¿Era más guapo? ¿Más simpático? ¿O simplemente era porque era chico y yo no? En el colegio, mis amigas hablaban de sus madres como si fueran sus mejores amigas. Yo sentía que la mía era una extraña.
Los años pasaron y la distancia entre mi madre y yo creció como una grieta imposible de cerrar. Cuando cumplí dieciséis años, empecé a salir con Marcos, un chico del pueblo vecino. Era atento y cariñoso, todo lo que yo necesitaba para sentirme vista. Pero a mi madre no le gustó nada.
—No te conviene ese chico —me dijo una tarde, mientras pelaba patatas—. No quiero verte con él.
—¿Y por qué no? —le respondí desafiante—. ¿Porque no es como Álvaro?
Me miró por primera vez en mucho tiempo, pero sus ojos estaban llenos de reproche.
—No digas tonterías. Álvaro es diferente.
Esa frase me dolió como una bofetada. Empecé a pasar más tiempo fuera de casa, buscando en otros lugares el cariño que no encontraba dentro. Mi padre seguía ausente y mi hermano parecía vivir en su propio mundo de privilegios silenciosos.
Un día, durante una comida familiar, exploté. Habían servido mi plato el último y cuando pedí más pan, mi madre me ignoró para dárselo a Álvaro.
—¡Ya está bien! —grité—. ¿Es que solo existe él para ti?
El silencio cayó sobre la mesa como una losa. Mi padre bajó la mirada y Álvaro se encogió de hombros.
—Lucía… —empezó mi madre, pero yo ya estaba de pie, temblando de rabia y tristeza.
Salí corriendo al campo, entre los olivos que rodeaban la casa. Allí grité hasta quedarme sin voz. Sentí que nadie me veía, que era invisible incluso para quienes deberían quererme más que a nadie.
Esa noche no volví a casa. Dormí en casa de mi amiga Marta, quien me abrazó sin hacer preguntas. Al día siguiente regresé y encontré a mi madre preocupada pero incapaz de pedirme perdón.
—No puedes irte así —me dijo—. Me asustaste.
—¿Y tú? ¿Alguna vez te has preguntado cómo me siento yo? —le respondí con lágrimas en los ojos.
No supo qué decirme. Desde entonces nuestra relación fue un tira y afloja constante: pequeños gestos de acercamiento seguidos de largos periodos de indiferencia.
Cuando terminé el instituto decidí irme a estudiar a Salamanca. Fue una liberación y un castigo al mismo tiempo; por fin era libre, pero también sentía que había perdido la batalla por el amor de mi madre.
En la universidad conocí a gente nueva y aprendí a quererme un poco más. Pero cada vez que volvía al pueblo por vacaciones, la herida se reabría. Mi madre seguía pendiente solo de Álvaro: sus estudios, sus novias, sus problemas.
Un verano, durante las fiestas del pueblo, me encontré con mi madre sentada sola en un banco del parque. Me acerqué y me senté a su lado. Por primera vez en mucho tiempo hablamos sin reproches ni gritos.
—¿Alguna vez te has sentido invisible? —le pregunté.
Ella bajó la mirada y suspiró profundamente.
—No supe hacerlo mejor, Lucía —admitió con voz temblorosa—. Siempre pensé que eras fuerte…
—Ser fuerte no significa no necesitar amor —le respondí.
Nos abrazamos torpemente. No solucionamos todo esa noche, pero fue un comienzo.
Hoy tengo veintisiete años y vivo en Madrid. A veces llamo a mi madre y hablamos del tiempo o de recetas. Nuestra relación sigue marcada por silencios incómodos y palabras no dichas. Pero he aprendido a perdonarla y a perdonarme a mí misma por buscar fuera lo que nunca encontré dentro.
Me pregunto cuántas Lucías habrá en España sintiéndose invisibles en sus propias casas. ¿Cuántos hijos e hijas crecen creyendo que no son suficientes? ¿Y cuántas madres se dan cuenta demasiado tarde del daño que causa el olvido?