El parto inesperado: Mi lucha por la vida y mi familia
—¡Mamá, no puedo más! —grité, apretando los dientes mientras sentía cómo una punzada me atravesaba el vientre. Eran las seis de la mañana de un martes cualquiera en nuestro piso de Vallecas. Mi madre, Carmen, corrió desde la cocina, dejando caer la taza de café sobre la encimera.
—¿Pero qué te pasa, Elena? ¡Estás blanca como la pared! —me dijo, con la voz temblorosa.
Yo tenía 31 semanas de embarazo. Todo iba bien, o eso creía. Mi marido, Sergio, había salido temprano para trabajar en la obra. No podía imaginar que ese día cambiaría nuestras vidas para siempre.
Me doblé sobre el sofá, sudando frío. Sentí un líquido caliente entre las piernas. «No puede ser… todavía no», pensé. Mi madre llamó al 112 mientras yo apenas podía respirar del dolor. Los minutos se hicieron eternos hasta que llegaron los sanitarios. Recuerdo el olor a desinfectante y el sonido de las sirenas mientras me llevaban en camilla por las escaleras del bloque.
En la ambulancia, una enfermera me sujetó la mano.
—Tranquila, Elena, vamos al Hospital Gregorio Marañón. Todo irá bien —me decía, pero en sus ojos vi el miedo que intentaba ocultar.
En urgencias, los médicos hablaban rápido, con palabras que no entendía: «desprendimiento», «sufrimiento fetal», «cesárea urgente». Me pusieron una mascarilla y sentí cómo el mundo se desvanecía.
Desperté en una habitación blanca y fría. A mi lado estaba Sergio, con los ojos rojos de tanto llorar. Mi madre rezaba en silencio en una esquina.
—¿Dónde está Lucía? —pregunté, con la voz rota.
Sergio me apretó la mano.
—Está en la UCI neonatal. Es muy pequeña, pero los médicos dicen que es fuerte —me respondió, intentando sonreír.
Las horas siguientes fueron un infierno. No podía moverme por la operación y solo podía ver a mi hija a través de una ventana. Lucía era diminuta, llena de cables y tubos. Cada pitido de las máquinas me hacía saltar el corazón.
Mi suegra, Mercedes, llegó esa tarde y no tardó en buscar culpables.
—Esto pasa por no cuidarte lo suficiente, Elena. Ya te lo dije: tanto estrés y tanto trabajar… —susurró a Sergio cuando pensaba que yo dormía.
Sentí una puñalada de culpa. ¿Había hecho algo mal? ¿Había ignorado alguna señal? Recordé las noches sin dormir por el trabajo en la gestoría, las discusiones con Sergio por el dinero justo para llegar a fin de mes, los nervios por la hipoteca…
Los días se mezclaban entre visitas a la UCI y noches en vela. Mi madre me animaba:
—No te castigues, hija. Estas cosas pasan. Lucía es una luchadora, como tú.
Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que podría haber hecho diferente. Cada vez que veía a Lucía luchar por respirar, sentía que le había fallado antes incluso de nacer.
Una tarde, mientras Sergio y yo mirábamos a nuestra hija a través del cristal, él rompió el silencio:
—No podemos seguir así, Elena. Nos estamos hundiendo los dos. Lucía nos necesita fuertes.
Me derrumbé en sus brazos. Lloré por todo: por el miedo, por la culpa, por el futuro incierto. Sergio me abrazó fuerte y por primera vez sentí que no estaba sola en esto.
Los médicos nos decían que cada día era una victoria. Lucía ganaba peso poco a poco. Aprendí a leer los monitores y a distinguir los llantos de otros bebés prematuros del suyo propio. Hice amistad con otras madres en la sala de espera; compartíamos historias de esperanza y miedo.
Pero no todo era apoyo. Mercedes seguía insistiendo:
—Cuando salgáis del hospital, deberías dejar de trabajar y dedicarte solo a la niña. No puedes arriesgarte otra vez.
Mi madre saltó:
—¡Basta ya! Elena ha hecho todo lo posible. No necesitamos más reproches.
La tensión familiar crecía cada día. Sergio intentaba mediar, pero yo sentía que todos me miraban esperando que fallara otra vez.
Después de seis semanas interminables, nos dieron el alta para Lucía. La llevamos a casa envuelta en una manta rosa que le quedaba enorme. El piso parecía otro: más silencioso, más frágil.
Las primeras noches fueron un suplicio. Lucía lloraba sin parar; yo apenas dormía y Sergio tenía que madrugar para trabajar. Mi madre se turnaba conmigo para cuidarla mientras Mercedes seguía opinando sobre todo lo que hacía mal.
Una madrugada, agotada y al borde del llanto, llamé a mi amiga Marta:
—No puedo más… Siento que voy a romperme —le confesé entre sollozos.
Marta vino corriendo y me abrazó fuerte.
—No eres mala madre por estar cansada o asustada. Eres humana —me dijo—. Y Lucía está aquí porque tú luchaste por ella.
Poco a poco aprendí a perdonarme. Empecé a disfrutar de los pequeños logros: una sonrisa de Lucía, una noche sin sobresaltos, un paseo al parque bajo el sol de Madrid.
Hoy Lucía tiene dos años y corretea por el salón riéndose a carcajadas. A veces aún me despierto sudando por las pesadillas de aquel día, pero cuando la veo feliz sé que mereció la pena luchar.
¿Podría haber hecho algo diferente? ¿Somos las madres siempre responsables de todo lo que ocurre? ¿O simplemente la vida es así de impredecible? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.