No Quiero Ser Un Okupa: La Historia de Mi Hijo y la Lucha por un Hogar Digno

—¡No soy un vago, mamá! ¡No quiero ser un okupa, pero tampoco quiero vivir en la calle!— gritó Alejandro, con los ojos enrojecidos y la voz quebrada, mientras golpeaba la mesa del comedor. Mi marido, Manuel, lo miraba con una mezcla de rabia y preocupación. Yo, Carmen, sentía que el suelo se abría bajo mis pies.

Era una noche de septiembre en Madrid. El verano se resistía a irse y el calor apretaba incluso dentro del piso. Alejandro acababa de regresar de la universidad, después de meses buscando trabajo sin éxito. Había terminado su carrera de Historia con matrícula de honor, pero eso no le servía para pagar un alquiler en esta ciudad imposible.

—¿Y qué quieres que hagamos, hijo?— preguntó Manuel, intentando mantener la calma. —Aquí no cabemos todos. Tu hermana Lucía necesita su espacio para estudiar y tú ya eres mayor para estar aquí sin aportar nada.

Sentí cómo las palabras de mi marido atravesaban a Alejandro como cuchillos. Vi en sus ojos el mismo miedo que sentí yo cuando llegué a Madrid desde un pueblo de Castilla, hace ya más de treinta años. Pero los tiempos han cambiado y ahora todo parece más difícil.

Alejandro se levantó bruscamente y salió al balcón. Yo lo seguí, dejando atrás a Manuel y a Lucía, que fingía no escuchar con los auriculares puestos. Afuera, las luces de la ciudad parecían burlarse de nosotros.

—Mamá, no puedo más. He enviado más de cien currículums. Me han llamado para dos entrevistas y en ambas me han dicho que buscan gente con experiencia. ¿Cómo voy a tener experiencia si nadie me da una oportunidad?—

Lo abracé fuerte, sintiendo su desesperación como si fuera mía. Recordé mis propios trabajos precarios: limpiando casas, cuidando ancianos, haciendo lo que fuera para sobrevivir. Pero entonces los alquileres no eran una condena perpetua.

Esa noche apenas dormimos. Manuel y yo discutimos en susurros sobre qué hacer. Él insistía en que Alejandro debía buscarse la vida fuera de casa, como hicimos nosotros. Yo pensaba en los precios de los alquileres, en los sueldos miserables y en la incertidumbre que lo devoraba todo.

Al día siguiente, Alejandro nos reunió en el salón. Tenía los ojos hinchados pero hablaba con una determinación nueva:

—He encontrado un piso compartido en Lavapiés. Es caro y pequeño, pero si consigo un trabajo de camarero podré pagarlo. Solo necesito que me ayudéis con la fianza.

Manuel bufó:

—¿Y si no encuentras trabajo? ¿Vamos a estar manteniéndote toda la vida?

Lucía intervino por primera vez:

—Papá, no es culpa suya. ¿No ves cómo está todo? Mis amigas mayores están igual o peor.

El silencio se hizo pesado. Yo miré a Manuel suplicando comprensión. Finalmente accedimos a ayudarle con la fianza, aunque eso significara apretarnos aún más el cinturón.

Durante semanas, Alejandro encadenó entrevistas y trabajos temporales: repartidor en bicicleta, camarero en un bar donde le pagaban en negro, clases particulares a niños del barrio. Cada vez que venía a casa traía ojeras más profundas y menos esperanza.

Un día llegó llorando. Le habían echado del piso porque uno de los compañeros no pagó su parte y el casero decidió desalojarles a todos sin contemplaciones.

—Mamá, ¿qué hago ahora? No quiero volver a casa como un fracasado.

Me partió el alma verlo así. Manuel intentó animarle:

—Esto te hará más fuerte, hijo. Todos hemos pasado por momentos duros.

Pero yo sabía que esto era diferente. La precariedad era una sombra alargada que no nos dejaba respirar.

Alejandro empezó a ir a asambleas vecinales donde se hablaba del derecho a la vivienda. Un día llegó con panfletos del Sindicato de Inquilinos y una rabia nueva:

—¿Por qué tenemos que aceptar esto? ¿Por qué los jóvenes tenemos que vivir como nómadas? ¡No somos okupas ni vagos! Solo queremos lo mismo que vosotros tuvisteis: un techo digno.

Las discusiones en casa se hicieron más frecuentes. Manuel no entendía esa rabia colectiva; decía que eran cosas de rojos y antisistema. Yo veía en mi hijo una mezcla de desesperación y esperanza.

Una noche, Alejandro no volvió a casa. Me llamó desde una manifestación frente al Ayuntamiento:

—Mamá, estamos acampando aquí hasta que nos escuchen. No puedo seguir así. No quiero ser invisible.

Pasaron días sin saber nada de él. Lucía lloraba en silencio; Manuel se encerraba en sí mismo. Yo iba cada tarde a la plaza para llevarle comida y ropa limpia.

Allí vi a otros padres como yo: madres con bolsas llenas de tuppers, padres con caras cansadas pero orgullosas. Hablábamos de nuestros hijos como si fueran héroes tristes luchando por algo tan básico como un hogar.

Finalmente, tras semanas de protestas y negociaciones, el Ayuntamiento anunció ayudas al alquiler para jóvenes precarios. No era suficiente, pero era un comienzo.

Alejandro volvió a casa esa noche. Nos abrazamos los cuatro llorando como nunca antes.

Hoy mi hijo comparte piso con otros tres jóvenes en Carabanchel y trabaja media jornada en una librería. No es el futuro brillante que soñamos para él, pero al menos tiene un lugar al que llamar hogar.

A veces me pregunto: ¿Cuándo dejamos de luchar por lo justo? ¿Cuántos Alejandros tienen que dormir en la calle para que esto cambie? ¿Qué haríais vosotros si vuestro hijo os pidiera ayuda para no sentirse un okupa en su propio país?