¿Debería perdonar a mi marido que vuelve arrepentido?
—¿De verdad crees que puedes aparecer así, como si nada hubiera pasado? —le espeté a Luis, con la voz temblorosa y el corazón en un puño. Estaba en la cocina, la misma donde durante años compartimos cafés y silencios, pero ahora el aire era denso, irrespirable. Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos.
Nunca imaginé que mi vida daría este giro. Doce años de matrimonio, dos hijos —Clara y Mateo—, una hipoteca en las afueras de Madrid y una rutina que, aunque a veces me asfixiaba, era mía. Hasta que un día, hace ya casi un año, Luis me confesó que se había enamorado de otra mujer. «Es más joven, me hace sentir vivo», me dijo. Aquella frase se me clavó como un puñal. No lloré delante de él; guardé las lágrimas para las noches en vela, cuando los niños dormían y el silencio era tan pesado que dolía.
El divorcio fue rápido y frío. Mis padres, Mercedes y Antonio, me apoyaron como pudieron, aunque mi madre no pudo evitar soltar algún «ya te lo dije» sobre lo distraído que era Luis desde hacía tiempo. Mis amigas —Lucía y Carmen— me arrastraron a terrazas y cines para distraerme, pero yo solo quería desaparecer. Me sentía invisible, como si la vida hubiera seguido sin mí.
Pero la vida no se detiene. Seguí trabajando en la biblioteca municipal, ayudando a estudiantes despistados y jubilados solitarios. Clara empezó a tener pesadillas y Mateo se volvió más callado. Yo hacía malabares con los horarios para que no notaran mi tristeza, pero los niños siempre saben más de lo que decimos.
Hace dos semanas, Luis apareció en casa. Llovía a cántaros y él estaba empapado, con ojeras profundas y el pelo revuelto. «Necesito hablar contigo», suplicó desde el umbral. Yo quería cerrar la puerta en sus narices, pero algo —quizá la costumbre o el miedo— me hizo dejarle pasar.
—He cometido un error —dijo entre sollozos—. Ella me ha dejado. Me siento vacío sin vosotros.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Vacío? ¿Y yo? ¿Y los niños? ¿No estábamos también vacíos cuando él se fue? Le dejé dormir en el sofá esa noche porque Clara se despertó al oír su voz y corrió a abrazarle. Verlos juntos removió algo dentro de mí: nostalgia, dolor, quizá esperanza.
Durante días, Luis intentó recuperar su lugar en casa. Cocinaba, ayudaba con los deberes de Mateo, incluso arregló el grifo del baño que llevaba meses goteando. Mis padres se enteraron y mi madre vino corriendo:
—¿Vas a dejar que vuelva así, sin más? —me preguntó con dureza.
—No lo sé, mamá —susurré—. No quiero volver a ser la mujer invisible.
Lucía fue más tajante:
—No te mereces esto, Ana. No después de todo lo que has pasado.
Pero Carmen me miró con ternura:
—A veces el corazón quiere lo que quiere… pero también puede aprender a querer otra cosa.
Las noches se hicieron largas otra vez. Me preguntaba si podía perdonar a Luis o si solo tenía miedo de estar sola para siempre. En España aún pesa mucho el qué dirán; en el colegio de los niños ya había rumores sobre «la familia rota» y no quería darles más motivos para señalar a mis hijos.
Un sábado por la tarde, mientras Clara pintaba en el salón y Mateo jugaba con sus coches, Luis se sentó a mi lado.
—Ana… sé que no tengo derecho a pedirte nada. Pero quiero intentarlo otra vez. Por nosotros, por los niños.
Le miré largo rato. Vi al hombre del que me enamoré hace años: divertido, cariñoso… pero también vi al hombre que me rompió el corazón sin mirar atrás. ¿Podía volver a confiar en él? ¿O solo buscaba refugio porque su aventura había fracasado?
Esa noche soñé con mi yo de hace años: una Ana joven, llena de ilusiones y planes propios. ¿Dónde quedó esa mujer? ¿La había perdido para siempre?
Al día siguiente llevé a los niños al Retiro y me senté sola en un banco mientras ellos jugaban. Observé a las familias felices, a las parejas discutiendo bajito, a las mujeres solas leyendo bajo los árboles. Me di cuenta de que no estaba sola: estaba conmigo misma por primera vez en mucho tiempo.
Cuando volví a casa, Luis me esperaba en la puerta.
—¿Has pensado en lo nuestro? —preguntó con voz temblorosa.
Le miré fijamente:
—He pensado en mí. Y no sé si puedo perdonarte todavía… ni siquiera sé si quiero hacerlo. No quiero volver a ser la mujer invisible que fui contigo. Si volvemos a intentarlo, será porque yo también lo deseo… no porque tenga miedo al futuro.
Luis asintió en silencio. Por primera vez vi en sus ojos respeto… y quizá miedo de perderme para siempre.
Ahora escribo esto mientras los niños duermen y Luis duerme en el sofá del salón. No sé qué pasará mañana ni si algún día podré perdonarle del todo. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que tengo el control sobre mi vida.
¿Debería perdonar a quien me rompió el corazón? ¿O es mejor aprender a estar sola y descubrir quién soy realmente? ¿Cuántas mujeres han sentido este mismo vértigo ante la posibilidad de empezar de nuevo?