El peso de las miradas: La historia de Tomás y Lucía
—¿De verdad te casaste con Lucía? —La voz de mi hermano Sergio retumba en el comedor, justo cuando mi madre sirve la paella. Todos se quedan en silencio. Mi padre baja la mirada, mi tía Carmen finge buscar algo en el bolso y Lucía, mi esposa, sonríe con esa dignidad que solo ella sabe mantener.
No es la primera vez que Sergio hace un comentario así, pero hoy lo dice delante de toda la familia. Y lo peor es que no es solo él. Desde que Lucía y yo nos casamos hace dos años, he sentido el peso de las miradas, los susurros en la panadería del barrio, los mensajes anónimos en Instagram. «¿Qué hace un tío como tú con una mujer como ella?», «Seguro que te casaste por lástima». Al principio me reía, pero poco a poco esas palabras se fueron clavando como agujas.
Lucía nunca ha encajado en los cánones de belleza que tanto se valoran aquí, en nuestro pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. No es alta ni delgada, su piel es pálida y su cabello siempre está recogido en una trenza desordenada. Pero tiene unos ojos verdes que parecen ver más allá de las apariencias y una risa que llena la casa incluso en los días más grises.
Recuerdo la primera vez que la vi, en la biblioteca municipal. Estaba sentada sola, leyendo a Lorca. Me acerqué y le pregunté si le gustaba la poesía. Me miró como si fuera transparente y me dijo: «La poesía es para los valientes». Desde entonces supe que quería compartir mi vida con ella.
Pero parece que para los demás eso no es suficiente. Después de la comida, Lucía se encierra en el baño. Escucho cómo se le escapa un sollozo ahogado. Golpeo suavemente la puerta.
—Lucía, ¿estás bien?
—No pasa nada, Tomás. Estoy acostumbrada —responde con voz temblorosa.
Me siento impotente. ¿Por qué tengo que justificar a la mujer que amo? ¿Por qué la gente cree tener derecho a opinar sobre nuestra felicidad?
Esa noche, mientras cenamos en silencio, recibo un mensaje privado en Facebook: «Tío, podrías estar con cualquiera y eliges eso… ¿No te da vergüenza?». Es de un antiguo compañero del instituto. Miro a Lucía, que juega con su tenedor sin apenas probar bocado.
—¿Sabes qué? —le digo—. Mañana vamos a salir juntos al centro del pueblo. Vamos a ir de la mano y a mirar a todos a los ojos.
Ella sonríe tímidamente.
—¿Para qué? Solo nos van a mirar más.
—Para que vean que no tenemos nada que esconder. Que estoy orgulloso de ti, de nosotros.
Al día siguiente, paseamos por la plaza mayor. Siento las miradas clavadas en nosotros como cuchillos. Algunos se apartan, otros cuchichean. Pero yo aprieto la mano de Lucía con fuerza.
En el bar del pueblo, Pedro, el camarero, nos sirve dos cafés y me guiña un ojo.
—No hagas caso a la gente, Tomás. La envidia es muy mala —me susurra al oído.
Esa noche subo una foto nuestra a Instagram: los dos riendo frente a la iglesia del pueblo. Escribo: «El amor no entiende de apariencias ni de prejuicios. Yo elegí a Lucía porque me hace feliz cada día».
La publicación se llena de comentarios. Algunos son bonitos: «¡Qué pareja tan bonita!», «El amor verdadero existe». Pero otros son crueles: «Podrías aspirar a más», «Eso no es amor, es conformismo».
Lucía lee los comentarios y me mira con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué no podemos ser felices sin tener que demostrar nada?
No sé qué responderle. Me siento agotado, pero también más decidido que nunca.
Unos días después, recibo una llamada de mi madre.
—Tomás, tu padre y yo queremos hablar contigo —dice con voz seria.
Voy a su casa esa tarde. Me reciben en el salón, sentados uno junto al otro como cuando era niño.
—Hijo —empieza mi padre—, sabemos que lo estás pasando mal por culpa de los comentarios. Pero tienes que entender que la gente del pueblo es así… Siempre han sido muy cerrados.
—¿Y por eso tengo que dejar que insulten a mi mujer? ¿Por eso tengo que callarme?
Mi madre suspira.
—Solo queremos que seas feliz.
—Lo soy —respondo—. Pero necesito que vosotros también lo seáis por mí.
Salgo de allí con el corazón encogido. Siento que lucho solo contra un muro invisible.
Esa noche, Lucía me abraza fuerte antes de dormir.
—Gracias por defenderme —susurra—. No sé si podría soportarlo sin ti.
Le acaricio el pelo y le prometo que nunca dejaré que nadie nos haga daño.
Pasan las semanas y poco a poco noto un cambio. Algunos vecinos empiezan a saludarnos con más amabilidad. Mi tía Carmen invita a Lucía a tomar café y le regala una bufanda tejida a mano. Incluso Sergio, mi hermano, me manda un mensaje: «Perdona por lo del otro día. A veces soy imbécil».
Pero sé que siempre habrá quien juzgue desde la ignorancia o la envidia. Lo importante es lo que sentimos el uno por el otro.
Hoy miro a Lucía mientras lee en el sofá y pienso en todo lo que hemos superado juntos. ¿Por qué cuesta tanto aceptar el amor ajeno? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que los prejuicios dicten nuestra felicidad?
¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez el peso de las miradas ajenas sobre vuestra relación? ¿Qué haríais si estuvierais en mi lugar?