El día que ayudé a la mujer que destruyó a mi madre
—¿Por qué me ayudas? —me preguntó la mujer, con la voz temblorosa, mientras intentaba levantarse del suelo mojado de la Gran Vía. Era una mañana lluviosa en Madrid, y yo solo había salido a comprar pan para mi madre, como cada sábado desde que papá nos dejó. No sé qué me impulsó a acercarme a esa señora mayor, con el abrigo empapado y las manos temblorosas, pero algo en su mirada me recordó a mi abuela fallecida.
—No se preocupe, señora, ¿le duele algo? —le pregunté, ofreciéndole mi brazo para ayudarla a incorporarse. Ella me miró con unos ojos grises llenos de miedo y gratitud. Me dijo que se llamaba Carmen y que vivía cerca, en la calle Alcalá. Insistió en que no hacía falta que la acompañara, pero yo no podía dejarla sola bajo la lluvia.
Caminamos despacio, en silencio. Al llegar a su portal, me agradeció varias veces y me apretó la mano con fuerza. Noté que tenía una cicatriz en la muñeca, pero no quise preguntar. Me despedí y volví a casa, sin imaginar que ese gesto cambiaría mi vida para siempre.
Al entrar en casa, encontré a mi madre, Mercedes, sentada en la cocina, mirando el móvil con el ceño fruncido. —¿Por qué tardaste tanto, Lucía? —me preguntó sin levantar la vista. Le conté lo de la señora Carmen y cómo la había ayudado. Al mencionar su nombre, mi madre palideció de golpe y dejó caer el móvil sobre la mesa.
—¿Carmen? ¿Cómo era? —preguntó con voz apenas audible.
Le describí a la mujer: pelo canoso recogido en un moño deshecho, abrigo azul marino, ojos grises. Mi madre se levantó de golpe y salió del comedor sin decir palabra. La seguí hasta su habitación y la encontré llorando en silencio, sentada al borde de la cama.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿La conoces? —insistí.
Ella negó con la cabeza, pero sus lágrimas decían lo contrario. No quise presionarla más y me fui a mi cuarto, inquieta. Esa noche apenas dormí. Al día siguiente, mi madre no salió de su habitación. Apenas comió y no quiso hablar conmigo.
Pasaron los días y el ambiente en casa se volvió irrespirable. Mi madre estaba ausente, como si hubiera vuelto a un pasado doloroso del que nunca hablábamos. Yo tampoco tenía padre desde hacía años; él se fue cuando yo tenía diez años y nunca volvió a darnos señales de vida.
Una tarde de domingo, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché a mi madre hablar por teléfono en voz baja:
—No puedes aparecer así después de tantos años… No tienes derecho…
Me asomé al pasillo y vi que temblaba mientras sujetaba el móvil. Cuando colgó, se derrumbó en el suelo. Corrí a ayudarla y esta vez no pude callarme:
—Mamá, dime la verdad. ¿Quién es Carmen?
Mi madre me miró con los ojos rojos e hinchados. Se quedó callada unos segundos eternos antes de hablar:
—Carmen fue la amante de tu padre. Por su culpa nos dejó… Por su culpa yo… —su voz se quebró— Por su culpa estuve a punto de perderlo todo.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. No podía creer lo que oía. La mujer a la que había ayudado era la causa del sufrimiento de mi madre durante años. Recordé las noches en las que mamá lloraba a escondidas y yo fingía dormir para no escucharla.
—¿Por qué nunca me lo contaste? —pregunté con rabia contenida.
—Quise protegerte… Pensé que si no hablábamos de ello, el dolor desaparecería —susurró.
Durante días evité pasar por la calle Alcalá. Pero una tarde, al salir de clase, vi a Carmen sentada en un banco del parque del Retiro. Dudé si acercarme o no. Finalmente me senté a su lado sin decir palabra.
—Sabes quién soy —dijo ella tras unos segundos de silencio.
Asentí con la cabeza.
—No busco tu perdón ni el de tu madre —añadió— Solo quería verte… saber si eras feliz…
Me quedé helada. ¿Por qué le importaba mi felicidad? ¿Qué derecho tenía después de todo?
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté al fin.
Carmen suspiró largo rato antes de responder:
—Me enamoré de tu padre cuando ambos estábamos rotos… No quise hacer daño, pero lo hice. Y lo he pagado caro: estoy sola desde entonces…
No supe qué decirle. Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. Me levanté y me fui sin mirar atrás.
Esa noche le conté todo a mi madre. Lloramos juntas por primera vez en años. Me di cuenta de que ambas éramos víctimas de una historia que no elegimos vivir.
Con el tiempo, mi madre empezó a salir más de casa y yo aprendí a mirar hacia adelante sin olvidar el pasado. A veces pienso en Carmen y en cómo una decisión puede destruir varias vidas para siempre.
Ahora me pregunto: ¿es posible perdonar cuando el daño es tan profundo? ¿O estamos condenados a vivir con las heridas abiertas para siempre?