Entre el amor y los límites: Mi batalla con mi suegra durante mi embarazo

—¿Otra vez vas a comer eso, Sandra? —La voz de Carmen retumbó en la cocina, cortando el silencio matinal como un cuchillo. Yo, sentada frente a mi tostada con tomate y aceite, sentí cómo la acidez subía por mi garganta, pero no era por el embarazo. Era por ella.

No era la primera vez que mi suegra cuestionaba mis decisiones. Desde que Diego y yo le dijimos que íbamos a tener un bebé, su presencia en nuestra casa de Getafe se volvió casi permanente. Al principio pensé que quería ayudar, pero pronto entendí que su ayuda era una excusa para controlar cada detalle de mi vida.

—Mamá, déjala en paz —intentó Diego, sin mucha convicción, mientras recogía su chaqueta para irse al trabajo.

—Solo digo que debería cuidarse más. En mis tiempos, las embarazadas no comíamos cualquier cosa —insistió Carmen, cruzando los brazos y mirándome como si fuera una niña desobediente.

Cuando la puerta se cerró tras Diego, me quedé sola con ella. El aire se volvió denso. Intenté concentrarme en el sonido de la cafetera, pero Carmen ya estaba detrás de mí, revisando la nevera.

—¿Sabes que el pescado azul no es bueno ahora? Y ese zumo, ¿no tiene demasiada azúcar? —preguntó sin esperar respuesta.

A veces pensaba en llamar a mi madre, pero ella vivía en Almería y no quería preocuparla. Además, en mi familia siempre me enseñaron a ser fuerte, a no quejarme. Pero cada día sentía cómo la ansiedad me apretaba el pecho.

Las tardes eran peores. Carmen se sentaba conmigo en el sofá y ponía la televisión a todo volumen para ver sus telenovelas. Comentaba cada escena y, de paso, cada aspecto de mi embarazo.

—¿Has pensado ya en el nombre? Porque Diego siempre quiso llamarle como su abuelo —dijo un día, mirándome de reojo.

—Todavía no lo hemos decidido —respondí, intentando sonar firme.

—Bueno, ya sabes lo importante que es la familia. No vayas a ponerle un nombre moderno de esos raros —añadió con una sonrisa forzada.

Por las noches, cuando Diego volvía del trabajo, intentaba hablar con él. Pero estaba cansado y evitaba el conflicto.

—Sandra, es solo por unos meses. Mi madre quiere ayudar —me decía mientras se tumbaba en la cama.

—Pero no me deja respirar —susurré una noche entre lágrimas.

Él me abrazó, pero sentí que estaba sola en esa batalla.

La situación empeoró cuando Carmen empezó a invitar a sus amigas a casa para presumir de nuera embarazada. Me sentía como un trofeo expuesto en el salón.

—¡Mirad qué tripita tiene ya Sandra! Aunque debería cuidarse más… —decía riendo mientras me palmeaba la barriga delante de todas.

Una tarde, después de una discusión especialmente dura porque me negué a comer el cocido que había preparado (el olor me daba náuseas), Carmen explotó:

—No sé cómo vas a cuidar de un bebé si ni siquiera sabes cuidar de ti misma.

Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Miré mi reflejo en el espejo: ojeras profundas, piel pálida y una tristeza que no reconocía. ¿Dónde estaba la alegría que debería sentir al esperar a mi hijo?

Al día siguiente, decidí salir a caminar sola por el parque del barrio. Necesitaba aire. Mientras paseaba entre los árboles, vi a otras mujeres embarazadas riendo con sus parejas o amigas. Sentí una punzada de envidia y culpa.

Esa noche, cuando Diego llegó a casa, le pedí que habláramos en serio.

—No puedo más. O tu madre se va o me voy yo —le dije con voz temblorosa pero decidida.

Diego se quedó callado mucho tiempo. Finalmente asintió.

—Tienes razón. Esto no puede seguir así.

Al día siguiente habló con Carmen. Hubo gritos, reproches y lágrimas. Escuché todo desde la habitación. Cuando Carmen salió con su maleta y me miró por última vez, vi en sus ojos una mezcla de rabia y decepción.

Durante semanas sentí culpa. ¿Había sido demasiado dura? ¿Había roto algo irremediablemente?

Pero poco a poco recuperé mi espacio y mi alegría. Empecé a disfrutar del embarazo: preparé la habitación del bebé con Diego, fuimos juntos a las ecografías y hasta volví a reírme viendo películas tontas en el sofá.

Carmen tardó meses en volver a hablarnos. El día que nació nuestro hijo, Lucas, vino al hospital con flores y lágrimas en los ojos.

—Perdóname si te hice daño —me susurró mientras acariciaba la cabeza del pequeño.

No sé si alguna vez seremos una familia perfecta, pero aprendí que poner límites no es egoísmo: es amor propio.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas veces callamos para no romper la paz? ¿Y si hablar fuera el primer paso para sanar?