La advertencia de mi madre: «Nunca dejes que una sola amiga cruce tu umbral»

—¿Por qué no contestas, Elena? ¿Te has olvidado de tus amigas ahora que eres madre?—. El mensaje de voz de Marta sonó en mi móvil mientras acunaba a Lucía, mi hija de apenas tres meses. El salón estaba en penumbra, solo iluminado por la luz azulada de la televisión encendida sin sonido. Mi marido, Álvaro, aún no había llegado del trabajo y el reloj marcaba las nueve y media de la noche. Sentí un nudo en el estómago: la soledad se me hacía cada día más pesada, pero la advertencia de mi madre seguía retumbando en mi cabeza como una campana: “Nunca dejes que una sola amiga cruce tu umbral, Elena. La soledad es mala consejera, pero la confianza ciega lo es aún más”.

Recordé aquellas palabras con claridad, como si mi madre estuviera sentada a mi lado en el sofá, con su voz grave y su mirada severa. Siempre fue desconfiada, especialmente con las mujeres solas o las amigas demasiado cercanas. “Las amigas son buenas para tomar un café fuera, pero nunca para abrirles la puerta de tu casa cuando estás vulnerable”, solía decirme. Yo me reía entonces, pensando que era una exageración propia de otra generación. Pero ahora, con Lucía en brazos y el pecho dolorido de tanto amamantar, sentía que el mundo exterior era un lugar lejano y hostil.

Marta y yo éramos inseparables desde el instituto. Compartimos confidencias, fiestas universitarias y hasta vacaciones en la playa. Pero desde que fui madre, nuestras vidas se separaron como dos ramas que crecen en direcciones opuestas. Ella seguía soltera, libre, con tiempo para salir, viajar y enamorarse cada dos meses. Yo apenas podía ducharme sin que Lucía llorara desconsolada.

Esa noche, mientras intentaba decidir si responder o no a Marta, escuché el sonido del telefonillo. Me sobresalté. ¿Quién podía ser a esas horas? Miré por la mirilla y allí estaba ella, con una sonrisa enorme y una bolsa de croquetas caseras en la mano.

—¡Sorpresa!— exclamó cuando abrí la puerta.

—Marta… ¿qué haces aquí?— pregunté, intentando disimular el cansancio y el desorden del salón.

—He pensado que estarías sola y te vendría bien compañía. Además, te traigo croquetas de mi madre. ¿Me invitas a pasar o prefieres que me las coma yo sola en el portal?—

No supe decir que no. La dejé entrar y enseguida llenó la casa con su risa contagiosa y sus historias disparatadas del trabajo. Por un momento sentí alivio: alguien me veía, alguien se acordaba de mí más allá del papel de madre. Pero cuando Lucía empezó a llorar y tuve que darle el pecho delante de Marta, sentí una incomodidad extraña. Noté su mirada curiosa, su silencio repentino.

—¿Te duele mucho?— preguntó Marta en voz baja.

—A veces sí…— respondí sin mirarla.

El silencio se hizo espeso entre nosotras. Marta cambió de tema rápidamente, pero yo ya no podía relajarme. Recordé las palabras de mi madre: “Cuando abres tu casa en tus peores momentos, abres también tus heridas”.

Álvaro llegó poco después. Saludó a Marta con cortesía forzada y me lanzó una mirada interrogativa. No le gustaba que tuviera visitas inesperadas, menos aún cuando él llegaba agotado del trabajo. Se encerró en la habitación diciendo que tenía que adelantar unos informes.

La noche avanzó entre risas forzadas y silencios incómodos. Cuando Marta se fue, sentí un vacío aún mayor que antes. Álvaro salió del dormitorio y me miró serio:

—¿Por qué has dejado entrar a Marta sin avisar? Sabes que estos días estoy agotado…

—Solo quería hablar con alguien… Me siento sola aquí todo el día— respondí casi en un susurro.

Él suspiró y se sentó a mi lado.

—Lo entiendo, Elena. Pero también tienes que entenderme a mí. No podemos tener visitas así porque sí. Además… sabes lo que dice tu madre.—

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué tenía que elegir entre mi familia y mis amigas? ¿Por qué la maternidad me había aislado tanto?

Los días siguientes fueron un torbellino emocional. Marta dejó de escribirme con la misma frecuencia; noté cierta distancia en sus mensajes. Mi madre vino a ayudarme una tarde y al ver el desorden del salón preguntó:

—¿Has tenido visitas?—

Mentí.

—No, mamá. Solo Lucía y yo.—

Ella asintió satisfecha y empezó a recoger los juguetes del suelo.

Esa noche no pude dormir. Me sentía atrapada entre dos mundos: el de las mujeres que renuncian a todo por cuidar de los suyos y el de las que luchan por no perderse a sí mismas entre pañales y noches sin dormir. Pensé en Marta, en su libertad, en su soledad también. Pensé en mi madre, en sus miedos heredados de otra época.

Un sábado por la mañana recibí un mensaje inesperado:

“Elena, siento si te incomodé el otro día. Solo quería verte bien. Si necesitas hablar, aquí estoy”.

Lloré al leerlo. Lloré por mí, por Marta, por todas las mujeres que se sienten solas aunque estén rodeadas de gente.

Esa tarde salí al parque con Lucía por primera vez desde que nació. Vi a otras madres solas en los bancos, algunas hablando entre ellas, otras mirando al vacío mientras sus hijos jugaban. Me senté junto a una mujer llamada Carmen; empezamos a hablar tímidamente sobre el sueño interrumpido y las mejores cremas para las rozaduras del pañal.

Por primera vez sentí que no estaba sola del todo.

Ahora me pregunto: ¿De verdad debemos cerrar nuestras puertas por miedo o abrirlas aunque duela? ¿Es posible encontrar un equilibrio entre proteger nuestro hogar y no perdernos a nosotras mismas?

¿Vosotras qué pensáis? ¿Habéis sentido alguna vez esa soledad tan profunda? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?