Entre la distancia y el amor: una madre ante los nuevos tiempos
—¿Pero cómo que en un hotel, Luis? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con ambas manos como si fuera a caerse al suelo—. ¿No tienes sitio en casa para tu madre?
Del otro lado de la línea, mi hijo suspiró. Pude imaginarlo frotándose la frente, como hacía de pequeño cuando algo le molestaba. “Mamá, es que… ahora las cosas son diferentes. Aquí no hay espacio, y además… bueno, prefiero que estéis cómodos.”
Cómodos. Esa palabra me retumbó en la cabeza durante horas. ¿Cómo iba a estar cómoda durmiendo lejos de mi hijo, en una ciudad que no conozco, rodeada de desconocidos? Toda mi vida había soñado con ver a Luis triunfar en Madrid, pero nunca imaginé que ese éxito lo alejaría tanto de mí.
Mi marido, Antonio, intentó tranquilizarme mientras preparábamos la maleta. “No te lo tomes así, Carmen. Los jóvenes ahora son distintos. Tienen sus costumbres.” Pero yo no podía dejar de sentirme rechazada. ¿En qué momento pasé de ser imprescindible a ser una visita incómoda?
El viaje en tren fue silencioso. Miraba por la ventanilla los campos de trigo y los pueblos que se desdibujaban en la distancia, preguntándome si alguna vez Luis recordaría lo feliz que era corriendo por esos mismos campos. Cuando llegamos a Atocha, sentí un nudo en el estómago. Luis nos esperaba en la puerta, sonriente pero nervioso.
—¡Mamá! —me abrazó rápido, como si tuviera prisa—. ¿Habéis encontrado bien el hotel?
—Todavía no hemos ido —respondí, intentando que no se notara mi decepción—. Pensé que podríamos dejar las cosas en tu casa primero.
Luis bajó la mirada. “Es que… tengo todo patas arriba. Y además, Clara —su novia— está trabajando desde casa y necesita tranquilidad.”
Antonio intervino para evitar que la conversación se volviera incómoda. “No pasa nada, hijo. Vamos al hotel y luego nos vemos para cenar.”
Caminamos hasta el hotel arrastrando las maletas y el silencio. La habitación era fría y olía a detergente barato. Me senté en la cama y miré a Antonio.
—¿Tú crees que hemos hecho algo mal? —le susurré—. ¿Por qué no quiere tenernos cerca?
Antonio me acarició la mano. “No es eso, Carmen. Es otra época.”
Pero yo no podía dejar de recordar cuando Luis era pequeño y venía corriendo a nuestra cama después de una pesadilla. Cuando me decía que yo era su refugio. ¿En qué momento dejó de necesitarme?
Esa noche cenamos juntos en un restaurante moderno del barrio de Malasaña. Luis hablaba rápido sobre su trabajo en una empresa tecnológica y Clara apenas levantaba la vista del móvil. Yo intentaba sonreír, pero sentía que cada palabra mía era un estorbo.
—¿Os gusta Madrid? —preguntó Luis.
—Es muy grande —respondí—. Echo de menos el pueblo.
Clara sonrió con cortesía. “Aquí hay muchas oportunidades.”
Quise preguntarle si alguna vez pensaba en tener hijos, si imaginaba lo que era criar a alguien con todo el amor del mundo solo para sentirte extraña en su vida años después. Pero me callé.
Al volver al hotel, no pude dormir. Me levanté y miré por la ventana las luces de la ciudad. Recordé cuando Luis me pedía que le contara cuentos antes de dormir y cómo me prometí a mí misma que siempre estaría para él.
Al día siguiente intenté hablar con él a solas.
—Luis, ¿te molesta que venga? ¿He hecho algo mal?
Él me miró sorprendido. “No, mamá… Es solo que aquí todo es muy pequeño y Clara necesita espacio para trabajar. No es por ti.”
—¿Y si algún día tienes hijos? ¿También les pedirás que se queden en un hotel?
Luis se quedó callado un momento.
—No lo sé, mamá… Supongo que las cosas cambian.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Tan fácil era dejar atrás lo que fuimos?
El resto del fin de semana pasó rápido. Nos despedimos en Atocha con un abrazo breve y una promesa vaga de vernos pronto. En el tren de vuelta al pueblo, miré a Antonio y rompí a llorar.
—¿Y si ya no nos necesita? ¿Y si hemos perdido a nuestro hijo para siempre?
Antonio me abrazó fuerte.
Ahora escribo estas líneas desde mi cocina, rodeada de fotos antiguas y del silencio de una casa demasiado grande para dos personas solas. Me pregunto si algún día entenderé estas nuevas costumbres o si siempre seré una extraña en la vida de mi propio hijo.
¿De verdad es esto lo normal ahora? ¿O estamos perdiendo algo esencial sin darnos cuenta?