El precio de un hogar: Una historia de expectativas familiares
—No me lo puedo creer, Lucía. ¿De verdad vas a negarte? —La voz de mi madre retumbó en el salón, rebotando entre las paredes llenas de fotos familiares. Mi hermano Sergio bajó la mirada, incapaz de sostenerme la vista. Y ahí estaba ella, Marta, mi cuñada, con los brazos cruzados y una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Mamá, ese piso lo compré yo con mi trabajo. Nadie me lo regaló —respondí, intentando mantener la calma mientras sentía cómo se me encogía el estómago.
—Pero tú tienes dos y Marta y Sergio están ahogados en ese cuchitril. ¿Qué te cuesta ayudarles? —insistió mi madre, como si el hecho de que yo hubiera conseguido algo más que los demás fuera una ofensa personal.
Me quedé callada unos segundos. Miré por la ventana: la Gran Vía seguía viva, ajena a nuestro drama. Recordé todas las noches en vela estudiando, los cafés fríos en la biblioteca de la Complutense, los trabajos de becaria cobrando una miseria. Nadie estuvo ahí entonces. Nadie me preguntó si necesitaba ayuda.
—No es justo —susurré, más para mí que para ellos.
Marta bufó.—Lo justo sería que compartieras. No eres mejor que nadie por tener más.
Me mordí el labio para no contestar lo primero que se me pasó por la cabeza. ¿Acaso era mi culpa haber aprovechado las oportunidades? ¿Por qué tenía que sentirme culpable por haber luchado por mis sueños?
Sergio levantó la cabeza y me miró con ojos cansados.—Lucía, sólo queremos una oportunidad. Tú ya tienes todo resuelto.
—¿Y quién te ha dicho eso? —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Tú sabes lo que me ha costado llegar hasta aquí? ¿Sabes las veces que he tenido que decir que no a cosas para poder ahorrar? ¿Sabes lo sola que me he sentido a veces?
Mi madre se acercó y me tomó la mano.—Hija, la familia es lo primero. Siempre lo ha sido.
Sentí un nudo en la garganta. La familia… esa palabra que tanto pesa en España, que te ata y te define aunque quieras huir de ella. Recordé las comidas de los domingos, las discusiones sobre política y fútbol, los veranos en Benidorm cuando éramos niños y todo parecía más sencillo.
Pero ahora nada era sencillo. Ahora era yo contra todos.
—¿Y yo? ¿No soy familia también? —pregunté casi en un susurro.
Marta soltó una carcajada seca.—Claro que sí, pero tú eres la lista, la triunfadora. La que se fue a Madrid y se olvidó de dónde viene.
Sentí cómo me ardían las mejillas.—Nunca me he olvidado de vosotros. Pero tampoco puedo vivir siempre para cumplir vuestras expectativas.
Mi madre suspiró.—No te pedimos tanto…
—¡Sí, sí me lo pedís! —exploté al fin—. Me pedís que renuncie a lo que he conseguido porque os incomoda mi éxito. Me pedís que pague el precio de vuestros sueños frustrados.
El silencio cayó como una losa. Sergio se levantó y salió del salón sin decir palabra. Marta le siguió, lanzándome una última mirada de desprecio.
Me quedé sola con mi madre. Ella se sentó a mi lado y me acarició el pelo como cuando era niña.—No quiero verte sola, Lucía. Pero tampoco quiero ver a tu hermano hundido.
—¿Y yo? —repetí—. ¿Quién piensa en mí?
Ella bajó la mirada.—Quizá tienes razón. Pero cuesta aceptarlo…
Me levanté y fui a la cocina a prepararme un café. Las manos me temblaban. Pensé en llamar a mi amiga Carmen, contarle todo, pero sabía lo que diría: «No tienes ninguna obligación, Lucía. Ya está bien de cargar con todo».
Pero la culpa… esa maldita culpa tan española, tan católica, tan de madre… no se iba.
Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama pensando en todo lo que había sacrificado: parejas que no entendieron mis prioridades, amigos que se quedaron atrás, años sin vacaciones para ahorrar para ese piso pequeño pero luminoso en Lavapiés. Y ahora tenía que regalarlo porque sí.
Al día siguiente fui a trabajar como un autómata. Mis compañeros hablaban del partido del Madrid y del precio del alquiler como si nada importara más. Yo sólo pensaba en mi familia y en cómo el éxito puede ser una condena cuando los tuyos no saben alegrarse por ti.
Esa tarde recibí un mensaje de Sergio: «Perdona por ayer. No sé qué hacer».
Le respondí: «Tampoco yo».
Pasaron semanas sin vernos. Mi madre me llamaba cada día para preguntarme si había cambiado de opinión. Marta dejó de hablarme por completo.
Un domingo decidí ir a casa de mis padres en Alcalá de Henares. Al llegar, encontré a mi madre sola viendo una novela turca.
—¿Dónde están? —pregunté.
—Sergio está trabajando y Marta… bueno, ya sabes.
Nos sentamos juntas en silencio largo rato hasta que ella habló:
—Quizá hemos sido injustos contigo. Pero es difícil ver cómo uno de tus hijos sufre mientras la otra parece tenerlo todo.
—Pero yo también sufro, mamá —le dije—. Sólo que nadie lo ve porque no encajo en vuestro molde.
Ella asintió.—¿Y qué vas a hacer?
Miré por la ventana el cielo gris de Madrid.—No lo sé. Pero esta vez quiero decidir por mí misma.
Salí de allí sintiéndome más ligera y más sola al mismo tiempo. Sabía que cualquier decisión tendría consecuencias: si cedía el piso perdería parte de mí; si no lo hacía, perdería parte de ellos.
A veces pienso si realmente es posible ser feliz cuando tu felicidad molesta a quienes más quieres. ¿De verdad tenemos derecho a elegirnos a nosotros mismos cuando eso significa decepcionar a nuestra familia?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con los demás antes de olvidarnos de nosotros mismos?