De la Frialdad al Abrazo: Mi Lucha con Victoria, mi Suegra
—¿De verdad crees que esto es lo mejor para mi hijo? —La voz de Victoria cortó el aire de la cocina como un cuchillo. Sus ojos, tan grises como el cielo de Madrid en noviembre, me escrutaban con una mezcla de juicio y desconfianza.
Me quedé paralizada, con las manos aún húmedas del agua del fregadero. Había venido a casa de Victoria para ayudarla a preparar la comida del domingo, un ritual sagrado en su familia. Pero desde que empecé a salir con Diego, su hijo menor, cada encuentro era una prueba. Y ese día, sentí que estaba suspendida sobre un abismo.
—Yo solo quiero lo mejor para Diego, igual que usted —respondí, intentando que mi voz no temblara.
Victoria bufó y siguió pelando patatas, ignorando mi presencia. El reloj de pared marcaba cada segundo como una sentencia. Pensé en mi madre, en Sevilla, tan diferente a Victoria: cálida, risueña, siempre dispuesta a abrazar. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil aquí en Madrid?
El conflicto con Victoria era el secreto a voces de la familia. Diego intentaba mediar, pero acababa atrapado entre nosotras. Su hermana, Carmen, me miraba con compasión cuando creía que nadie la veía. Y yo… yo solo quería encajar, sentirme parte de algo.
La tensión llegó a su punto máximo cuando Diego y yo anunciamos que queríamos mudarnos juntos. Victoria se levantó de la mesa, dejando su copa de vino temblando sobre el mantel.
—Eso no es lo que esperaba para ti —le dijo a Diego—. No después de todo lo que hemos pasado.
Diego me apretó la mano bajo la mesa. Yo sentí un nudo en el estómago. ¿Qué había pasado realmente? Sabía que la familia había sufrido mucho tras la muerte del padre de Diego, pero nadie hablaba de ello abiertamente.
Esa noche, mientras recogía los platos en silencio, Carmen se acercó a mí.
—No te lo tomes como algo personal —susurró—. Mamá tiene miedo de quedarse sola. Desde que papá murió… bueno, no ha sabido cómo seguir adelante.
Me fui a casa con el corazón encogido. Por primera vez vi a Victoria no como una enemiga, sino como una mujer herida. Pero eso no hacía más fácil soportar sus desplantes.
Pasaron las semanas y la relación siguió igual: fría, distante. Hasta que un sábado por la mañana recibí una llamada inesperada. Era Carmen.
—Marina, ¿puedes venir? Mamá se ha caído en el supermercado y está en urgencias. Estoy fuera de Madrid por trabajo y Diego está en una reunión importante…
No lo dudé. Cogí el metro y llegué al hospital en menos de media hora. Encontré a Victoria sentada en una silla de ruedas, con el tobillo vendado y los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sorprendida.
—He venido porque me preocupo por usted —le respondí suavemente.
Durante las horas siguientes, me convertí en su sombra: le ayudé a firmar papeles, le busqué agua, le sujeté el bolso mientras le hacían radiografías. Al principio, Victoria apenas me dirigía la palabra. Pero cuando salimos del hospital y la acompañé a su piso, algo cambió.
—No tienes por qué quedarte —dijo mientras yo le preparaba una infusión.
—Quiero hacerlo —contesté—. No me gustaría que mi madre estuviera sola en una situación así.
Victoria me miró largo rato antes de asentir en silencio. Esa noche dormí en su sofá. Al día siguiente, le preparé el desayuno y le ayudé a ducharse. Entre silencios y miradas furtivas, empezamos a hablar: primero del tiempo, luego de recetas y finalmente… de Diego y del padre de Diego.
—Él era mi vida —me confesó Victoria una tarde—. Cuando murió… sentí que todo se rompía. Y ahora tengo miedo de perder también a Diego.
Me acerqué y le tomé la mano.
—No va a perderlo. Pero él también necesita volar… y yo quiero ayudarle a ser feliz.
Por primera vez desde que la conocí, Victoria sonrió de verdad. No fue fácil ni rápido, pero esos días juntas crearon un puente entre nosotras. Cuando Carmen volvió a Madrid y Diego vino a vernos, encontró una escena insólita: Victoria y yo riendo juntas mientras veíamos una telenovela.
La noticia corrió por la familia: Marina y Victoria se habían reconciliado. Para celebrarlo, Carmen organizó una comida familiar en casa de Victoria. Aquella tarde brindamos todos juntos: por los nuevos comienzos, por los miedos superados y por la familia que estábamos construyendo.
A veces pienso en todo lo que sufrí al principio y me pregunto: ¿Cuántas veces juzgamos sin conocer el dolor ajeno? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no atrevernos a tender la mano primero? Quizá la clave está en mirar más allá del miedo… y atreverse a abrazar.