El experimento de la cita: Fingiendo ser pobre para descubrir el amor verdadero

—¿De verdad vas a ir así vestido? —preguntó mi hermana Lucía, mirándome de arriba abajo con una mezcla de incredulidad y lástima. Llevaba unos vaqueros gastados, una camiseta sin marca y unas zapatillas que ya habían visto mejores días. No era mi estilo habitual, pero esa noche no quería ser el Isaac de siempre, el ingeniero con despacho propio en una multinacional de Gran Vía. Quería ser solo Isaac, sin adornos, sin dinero, sin expectativas.

—Es solo una cita, Lucía. No quiero impresionar a nadie —mentí, porque en realidad quería impresionar a alguien, pero no con mi cuenta bancaria.

Lucía suspiró y me abrazó antes de salir. —Ojalá encuentres lo que buscas, hermano. Pero ten cuidado. Jugar con los sentimientos nunca sale bien.

No respondí. Cerré la puerta tras ella y me miré en el espejo del recibidor. ¿Quién era ese hombre? ¿El exitoso profesional que todos admiraban o el chico inseguro que temía no ser suficiente si le quitaban todo lo material?

La cita era en un bar pequeño de Lavapiés, lejos de los restaurantes caros donde solía cenar con compañeros de trabajo. Allí me esperaba Marta, una chica que había conocido en una aplicación de citas. Su perfil era sencillo: le gustaba el cine español, pasear por El Retiro y tomar cañas con amigos. Nada de viajes exóticos ni fotos en yates.

—Hola, Isaac —me saludó con una sonrisa cálida cuando llegué. Me sentí aliviado al ver que tampoco iba arreglada en exceso. Pedimos dos cañas y unas bravas.

—¿A qué te dedicas? —preguntó ella tras los primeros minutos de charla trivial.

Era la pregunta clave. —Ahora mismo estoy buscando trabajo —respondí, bajando la mirada—. Antes trabajaba en una empresa de informática, pero cerraron hace unos meses.

Marta asintió comprensiva. —Vaya, lo siento. Mi hermano también está en paro desde hace poco. No es fácil ahora mismo.

La conversación fluyó sorprendentemente bien. Hablamos de películas, de nuestros barrios, de la familia. Me sentí cómodo, incluso vulnerable. Al despedirnos, Marta me dio dos besos y me dijo que le encantaría volver a verme.

Durante las siguientes semanas repetí el experimento con otras chicas: Ana, una enfermera del Hospital Clínico; Carmen, profesora de instituto; y Silvia, estudiante de arquitectura. A todas les conté la misma historia: Isaac, desempleado, viviendo en un piso compartido en Vallecas, ajustando cada euro para llegar a fin de mes.

Algunas se alejaron tras la primera cita. Otras mostraron interés sincero. Pero con Marta todo era diferente. Seguimos viéndonos. Paseábamos por Madrid Río, compartíamos bocadillos en bancos del parque y nos reíamos de nuestras desgracias cotidianas.

Una tarde lluviosa en Malasaña, Marta me miró fijamente mientras compartíamos un paraguas roto.

—¿Sabes? Me gusta estar contigo porque eres real. No intentas impresionarme con tonterías —dijo.

Sentí una punzada de culpa. ¿Era real o solo estaba interpretando un papel?

En casa, Lucía me esperaba sentada en el sofá.

—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto? —me preguntó sin rodeos—. Si Marta descubre la verdad, ¿qué crees que va a pasar?

No supe qué responderle. Había empezado como un juego inocente, pero ahora había sentimientos reales en juego.

Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos churros en la cocina de mi piso (el verdadero, no el ficticio), Marta me miró con seriedad.

—Isaac, ¿puedo preguntarte algo? —dijo—. A veces siento que hay algo que no me cuentas.

Mi corazón latía con fuerza. Era el momento de decidir: seguir mintiendo o confesarlo todo.

—Marta… Hay algo que tienes que saber —empecé—. No he sido del todo sincero contigo.

Ella frunció el ceño, pero no dijo nada.

—No estoy en paro ni vivo en Vallecas. Tengo un buen trabajo y vivo aquí solo. Quería saber si alguien podría quererme por quien soy y no por lo que tengo…

El silencio se hizo eterno. Marta apartó la mirada y respiró hondo.

—¿Y crees que eso te da derecho a jugar con mis sentimientos? —su voz temblaba entre la rabia y la decepción—. ¿Tan poco confías en ti mismo?

Intenté explicarme, pero Marta se levantó y cogió su bolso.

—Me has mentido desde el principio. Eso duele más que cualquier cuenta bancaria vacía —dijo antes de salir por la puerta.

Me quedé solo en la cocina, rodeado de churros fríos y remordimientos calientes. Lucía apareció poco después y me abrazó sin decir nada.

Pasaron semanas sin noticias de Marta. Intenté llamarla varias veces, pero nunca respondió. En el trabajo todo seguía igual: reuniones interminables, cafés apresurados y sonrisas vacías.

Una tarde decidí ir al parque donde solíamos pasear. Allí estaba Marta, sentada en nuestro banco favorito, leyendo un libro.

Me acerqué despacio.

—¿Puedo sentarme? —pregunté con voz baja.

Ella asintió sin mirarme.

—No sé si puedo perdonarte —dijo finalmente—. Pero al menos ahora sé quién eres realmente.

Nos quedamos en silencio largo rato, viendo cómo caía la tarde sobre Madrid.

Ahora sé que el amor no se puede experimentar ni poner a prueba como si fuera un algoritmo matemático. La honestidad duele a veces más que cualquier mentira piadosa… pero es el único camino para encontrar algo real.

¿Vosotros qué haríais? ¿Mentiríais para protegeros o arriesgaríais todo siendo sinceros desde el principio?