¿Soy solo la criada de mi propia casa?
—¿Dónde está el mantel bueno, Lucía?— La voz de mi suegra, Carmen, retumba en el pasillo mientras yo, con las manos aún mojadas del fregadero, intento recordar si lo guardé en el armario alto o si lo metí en la lavadora el jueves.
—En el segundo cajón, Carmen, ahora te lo saco— respondo, forzando una sonrisa que nadie ve. Mi marido, Álvaro, está en el salón con su padre, discutiendo sobre el partido del Sevilla, ajenos a la tensión que se respira en la cocina. Me pregunto si alguna vez ha notado cómo me siento cada sábado cuando su familia invade nuestra casa como si fuera un hotel.
Me seco las manos en el delantal y abro el cajón. El mantel está ahí, perfectamente doblado. Lo saco y lo extiendo sobre la mesa mientras Carmen inspecciona cada pliegue con la mirada crítica de quien nunca está satisfecha. —Hay que plancharlo mejor— murmura, y yo asiento en silencio. Siento una punzada de rabia mezclada con tristeza. ¿Por qué nunca es suficiente?
Mi hija pequeña, Marta, entra corriendo a la cocina. —Mamá, ¿puedo ver los dibujos?— pregunta con esa voz dulce que me recuerda que aún hay algo mío en esta casa. —Claro, cariño, pero primero ayúdame a poner los cubiertos— le digo, intentando que al menos ella aprenda que este no es solo mi trabajo.
Mientras Marta coloca las cucharas torcidas sobre la mesa, Carmen suspira y se cruza de brazos. —En mis tiempos, los niños no ayudaban en la mesa. Eso era cosa de mujeres— suelta, como quien lanza una sentencia. Me muerdo la lengua para no contestar. No quiero discutir delante de Marta.
El olor del asado empieza a llenar la casa. Mi suegro, Antonio, aparece en la puerta con una copa de vino en la mano. —Lucía, ¿has puesto suficiente sal? Ya sabes que a mí me gusta sabroso— dice sin mirarme realmente. Asiento otra vez. ¿Cuántas veces he cocinado para ellos? ¿Cuántas veces he escuchado críticas veladas sobre mi forma de limpiar, de cocinar, de criar a mis hijos?
Álvaro entra por fin en la cocina. —¿Todo bien?— pregunta distraído mientras coge una aceituna del plato. Lo miro fijamente, esperando que vea el cansancio en mis ojos, pero él solo sonríe y vuelve al salón.
Me siento invisible. Como si fuera parte del mobiliario: útil pero silenciosa. Recuerdo cuando Álvaro y yo nos conocimos en la universidad de Granada. Él era divertido, atento, siempre dispuesto a escucharme. ¿En qué momento dejó de verme?
La comida transcurre entre comentarios sobre política, fútbol y recetas tradicionales. Carmen se queja del precio del pescado y Antonio cuenta por enésima vez cómo arregló el grifo del baño con sus propias manos. Yo sirvo los platos, recojo los vasos vacíos y limpio las migas del mantel mientras todos hablan como si yo no estuviera.
Después del postre, Carmen se levanta y me sigue a la cocina. —Lucía, deberías usar otro producto para los cristales. Estos tienen marcas— dice señalando la ventana. Siento cómo se me encoge el estómago.
—Carmen, hago lo que puedo— respondo por fin, con voz temblorosa.
Ella me mira sorprendida. —Solo intento ayudarte— dice ofendida.
—A veces siento que nada de lo que hago es suficiente para ti— confieso sin poder evitarlo.
Se hace un silencio incómodo. Carmen se encoge de hombros y sale de la cocina sin decir nada más.
Esa noche, cuando todos se han ido y Marta duerme abrazada a su peluche favorito, me siento en el sofá junto a Álvaro.
—¿Por qué nunca dices nada cuando tu madre me critica?— le pregunto bajito.
Él suspira y se encoge de hombros. —Es su forma de ser… No te lo tomes tan a pecho.—
Siento una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que me cuesta respirar. ¿Por qué tengo que aguantar esto cada semana? ¿Por qué nadie ve lo que yo siento?
Las semanas pasan y la rutina se repite: compras apresuradas el viernes por la tarde, limpieza exhaustiva para que todo esté perfecto, comidas interminables llenas de silencios incómodos y críticas disfrazadas de consejos.
Un sábado cualquiera, mientras friego los platos después de otra comida familiar, Marta entra en la cocina y me abraza por la cintura.
—Mamá, ¿por qué siempre estás cansada los sábados?—
La miro a los ojos y veo preocupación genuina en su carita infantil. Me doy cuenta de que no quiero que ella crezca pensando que este es el papel de una mujer en su propia casa.
Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama mientras Álvaro ronca a mi lado. Decido escribirle una carta a él y otra a Carmen. En ellas les explico cómo me siento: invisible, agotada, sola. Les pido respeto y comprensión; les pido que vean todo lo que hago por esta familia.
El domingo por la mañana dejo las cartas sobre la mesa del desayuno y salgo a caminar sola por el parque. El aire fresco me llena los pulmones y por primera vez en mucho tiempo siento que tengo derecho a buscar mi propio bienestar.
Cuando vuelvo a casa, Álvaro me espera en la puerta con cara seria.
—He leído tu carta— dice sin rodeos.—No sabía que te sentías así.—
Le miro a los ojos y veo algo nuevo: preocupación real.
—No quiero seguir viviendo así— le digo.—Necesito que me apoyes.—
Álvaro asiente despacio. —Tienes razón. Hablaré con mis padres.—
Esa tarde, cuando Carmen llama para preguntar qué menú habrá el próximo sábado, Álvaro le responde: —Este fin de semana vamos a descansar todos. Lucía necesita un respiro.—
El silencio al otro lado del teléfono es largo pero liberador.
Por primera vez en años siento que mi voz ha sido escuchada.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que las expectativas ajenas nos roben la paz en nuestro propio hogar? ¿Cuántas Lucías hay en España sintiéndose invisibles entre platos y silencios? Me gustaría saber si alguna vez habéis sentido lo mismo…