Entre el deber y el desengaño: una tarde en la vida de Lucía
—¿Pero cómo que no puedes quedarte con los niños, Carmen? —pregunté, intentando que mi voz no temblara delante de ella, aunque por dentro sentía que el suelo se abría bajo mis pies.
Carmen ni siquiera levantó la vista del móvil. —Lo siento, Lucía. Hoy tengo la reunión del club de lectura y después quedé con las chicas para tomar algo. Ya sabes que los miércoles son sagrados para mí.
Me quedé helada. Los niños, Pablo y Martina, me miraban desde la puerta del salón con los abrigos puestos y las mochilas colgando. Había prometido llevarlos al parque después del colegio, pero una llamada urgente del trabajo lo cambió todo. Necesitaba a alguien que los cuidara solo un par de horas. Solo eso. Y Carmen, la abuela perfecta en las fotos de Instagram, tenía otros planes.
—Pero Carmen, es solo hoy. Tengo una reunión importantísima en la oficina y Alejandro está en Valencia por trabajo. No tengo a nadie más —insistí, sintiendo cómo la rabia y la impotencia se mezclaban en mi garganta.
Ella suspiró, como si yo fuera una niña caprichosa. —Lucía, tienes que entender que yo también tengo vida. No puedo estar siempre disponible. Además, Alejandro me pidió que no me agobiara con cosas de casa desde que murió su padre. Bastante tuve ya.
La frase me golpeó como un jarro de agua fría. Desde que falleció don Manuel, Alejandro se volcó en su madre: le arregla la caldera, le hace la compra, hasta le cambia las bombillas. Yo lo entendí al principio, pero con el tiempo sentí que nuestra familia quedaba siempre en segundo plano.
—Mamá —dijo Pablo con voz bajita—, ¿no vamos a ir al parque?
Martina apretó mi mano. Tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas. Me agaché para abrazarlos, tragándome las ganas de llorar yo también.
—Hoy no podemos, cariño. Pero mañana sí, te lo prometo —mentí, porque ni siquiera sabía si podría cumplirlo.
Carmen se levantó y se puso el abrigo. —Me voy ya, que llego tarde. Si quieres, puedo pasarme el sábado por la mañana un rato —dijo sin mirarme a los ojos.
—No te preocupes —respondí con voz seca—. Ya me las apaño.
Cuando cerró la puerta tras de sí, sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que tuve que sentarme en el suelo del pasillo. Los niños se acurrucaron a mi lado en silencio.
Esa noche, cuando Alejandro llamó desde el hotel, intenté explicarle lo ocurrido.
—Cariño, entiéndela —me dijo él—. Mi madre necesita distraerse, estar con sus amigas… Bastante sola está desde que papá no está.
—¿Y yo? ¿Y tus hijos? ¿No merecemos también tu comprensión? —le solté sin poder evitarlo.
Hubo un silencio incómodo al otro lado del teléfono.
—No es eso… Sabes que os quiero —balbuceó Alejandro—. Pero mamá está muy frágil todavía.
Colgué antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirme. Me sentí invisible. Como si mis necesidades fueran siempre secundarias frente a las de Carmen.
Al día siguiente en el trabajo, mi jefa me llamó la atención por llegar tarde y no entregar un informe a tiempo. Sentí que todo se desmoronaba: la casa hecha un desastre, los niños tristes y yo arrastrando una culpa infinita por no poder con todo.
Por la tarde, mientras preparaba la cena, Pablo se acercó con su cuaderno de deberes.
—Mamá, ¿por qué la abuela no quiere estar con nosotros?
No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle a un niño de siete años que los adultos también decepcionan? ¿Que a veces quienes más deberían apoyarnos son quienes más nos fallan?
Esa noche me senté en la cama y escribí una carta que nunca llegué a enviar:
«Querida Carmen,
Sé que has pasado mucho desde que Manuel se fue. Pero tus nietos también te necesitan. Yo te necesito. No quiero competir por el cariño de Alejandro ni por tu atención. Solo quiero sentirme parte de esta familia y no una extraña pidiendo favores…»
Guardé la carta en el cajón y apagué la luz. Al día siguiente, Carmen subió una foto a Instagram: ella y sus amigas brindando en una terraza del centro de Madrid. Los comentarios eran todos corazones y «¡Qué guapa estás!». Yo miré a mis hijos desayunando en silencio y sentí una punzada de celos y tristeza.
Esa tarde, cuando Alejandro volvió de Valencia, le pedí hablar a solas.
—Alejandro, necesito que entiendas cómo me siento. No puedo seguir así. Siento que tu madre siempre va primero y nosotros después…
Él me miró cansado. —No es tan fácil…
—No lo será para ti —le interrumpí—, pero para mí sí lo es: o somos un equipo o no lo somos.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. No sé qué será de nosotros mañana. Pero hoy he aprendido algo: nadie debería sentirse sola dentro de su propia familia.
¿Os ha pasado alguna vez algo parecido? ¿Hasta dónde llega el deber hacia los demás antes de olvidarnos de nosotros mismos?