Silencio entre paredes: La historia de una madre española lejos de casa

—¿Por qué nadie me lo dijo? —mi voz tembló, apenas un susurro, mientras miraba a Lucía y a Marta, mis hijas, sentadas en el sofá del diminuto salón. El reloj de la pared marcaba las tres de la madrugada y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Lyon, donde llevábamos viviendo casi dos años desde que mi marido, Enrique, aceptó un trabajo temporal en Madrid y nosotras nos quedamos aquí para que las niñas terminaran el curso.

Lucía bajó la mirada. Marta, la pequeña, se encogió de hombros. Ninguna se atrevía a mirarme a los ojos. Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Había encontrado los mensajes por casualidad, buscando una receta en el portátil de Enrique durante su última visita. No era la primera vez que sospechaba algo, pero ver las fotos de él abrazando a otra mujer en el Retiro, leyendo los mensajes cariñosos, fue como recibir una bofetada.

—Mamá… —empezó Lucía, pero su voz se quebró.

—¿Desde cuándo lo sabéis? —insistí, con un nudo en la garganta.

—Desde antes de venirnos a Francia —admitió Marta, apenas audible.

Me senté en la silla de la cocina, incapaz de sostenerme en pie. Recordé todas las veces que Enrique me llamaba tarde, siempre con excusas: reuniones interminables, cenas con clientes… Yo le creía. Siempre le creí. ¿Cómo no iba a hacerlo? Habíamos construido una vida juntos en Madrid: nuestro piso en Lavapiés, las tardes de domingo en El Retiro, las vacaciones en la playa de Sanlúcar…

Pero todo eso se había desmoronado. Ahora estaba sola en un país extranjero, con dos hijas adolescentes que habían preferido callar antes que romperme el corazón. ¿O tal vez pensaban que yo ya lo sabía? ¿O simplemente tenían miedo?

La mañana siguiente fue un desfile de silencios incómodos. Marta se fue al instituto sin desayunar. Lucía se encerró en su cuarto. Yo me quedé mirando por la ventana, viendo cómo los vecinos franceses salían apresurados bajo la lluvia. Me sentí invisible, como si mi vida no importara a nadie.

Esa tarde llamé a mi madre en Madrid. No le conté nada. Hablamos del tiempo, de la vecina del tercero que había tenido un nieto, de lo caro que está el aceite de oliva. Sentí una punzada de nostalgia por mi barrio, por las charlas con las vecinas en el portal, por los domingos de cocido y sobremesa eterna.

Esa noche, cuando Enrique llamó por videollamada para hablar con las niñas, le pedí que me esperara al final. Cuando por fin estuvimos solos en la pantalla, le pregunté directamente:

—¿Quién es Laura?

Vi cómo su rostro cambiaba. Primero sorpresa, luego miedo y finalmente resignación.

—Carmen… no quería hacerte daño —dijo él, bajando la mirada—. Todo se complicó cuando te fuisteis a Lyon… Yo…

—¿Me engañabas desde antes? —le interrumpí.

No respondió. El silencio fue suficiente respuesta.

Colgué sin decir adiós. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en volver a Madrid, pero ¿a qué? ¿A un piso vacío? ¿A una familia rota?

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas automáticas: llevar a las niñas al instituto, buscar trabajo como profesora de español para extranjeros, hacer la compra en el Carrefour del barrio… Todo mientras sentía una herida abierta en el pecho.

Una tarde, Lucía entró en la cocina mientras preparaba tortilla de patatas.

—Mamá… lo siento —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Teníamos miedo de decírtelo. Pensábamos que si lo sabías… te irías o te pondrías peor.

La abracé fuerte. Por primera vez desde que todo salió a la luz, sentí que no estaba completamente sola.

Esa noche hablamos las tres durante horas. Marta confesó que había visto a Enrique con Laura varias veces cuando iba a casa de su abuela. Lucía contó que había leído mensajes en el móvil de su padre pero no se atrevió a decirme nada porque pensaba que yo ya lo sabía y prefería mirar hacia otro lado.

Me di cuenta de que todas éramos víctimas del silencio. Del miedo a romper lo poco que quedaba de nuestra familia.

Pasaron semanas antes de atreverme a llamar a Enrique otra vez. Esta vez fui yo quien puso las condiciones: quería el divorcio y necesitaba saber si iba a seguir manteniendo a las niñas mientras yo buscaba trabajo estable aquí o si debía volver a Madrid y empezar de cero.

Él prometió ayudar económicamente pero dejó claro que su vida ahora estaba con Laura. Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Rabia por los años perdidos; alivio porque al menos ya no tenía que fingir más.

Con el tiempo encontré un trabajo como profesora auxiliar en una escuela bilingüe. Las niñas empezaron a adaptarse mejor al colegio francés y poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra pequeña familia de tres.

Pero cada noche, cuando apago la luz y me tumbo en la cama, me asalta la misma pregunta: ¿Debería volver a España y enfrentarme a los recuerdos y al dolor? ¿O es mejor empezar una nueva vida aquí, aunque siempre me falte algo?

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarles —a Enrique por su traición y a mis hijas por su silencio— o si este vacío será mi nueva forma de vivir.

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede reconstruir un hogar cuando todo lo que conocías ha desaparecido?