Juegos, culpa y perdón: La noche en que mi hija me enseñó a ser padre
—¡¿Pero cómo has podido hacer esto, Lucía?! —grité, con la factura temblando en mis manos. El papel, arrugado por mis dedos sudorosos, mostraba una cifra que me mareaba: 1.200 euros gastados en menos de una semana. Mi hija, con sus ocho años y su pijama de unicornios, me miraba desde el sofá con los ojos llenos de lágrimas y miedo.
No recuerdo haber sentido nunca tanta rabia y decepción. Ni siquiera cuando mi padre me gritó por suspender matemáticas en el instituto. Pero esto… esto era diferente. Esto era traición, era impotencia, era el miedo de no saber cómo había llegado hasta aquí.
—Papá… yo solo quería las gemas para el juego… Todos en clase las tienen —balbuceó Lucía, encogiéndose bajo la manta.
Mi mujer, Carmen, entró al salón al oír los gritos. Su cara pasó del desconcierto a la preocupación en segundos. —¿Qué ha pasado? ¿Por qué gritas así?
Le tendí la factura sin decir palabra. Carmen la leyó y se llevó la mano a la boca.
—No puede ser… ¿Lucía, esto lo has hecho tú?
Lucía asintió, sollozando. Yo sentí cómo la rabia se mezclaba con una punzada de culpa. ¿Cómo no me había dado cuenta? ¿Por qué le había dejado mi móvil sin supervisión tantas veces? ¿Por qué nunca le expliqué realmente el valor del dinero?
Esa noche no dormí. Me quedé sentado en la cocina, mirando el móvil y repasando mentalmente cada momento en que Lucía había jugado con él. Recordé su risa cuando ganaba una partida, sus enfados cuando perdía… y cómo yo aprovechaba esos ratos para terminar informes del trabajo o contestar correos. Me sentí un miserable.
A la mañana siguiente, Carmen y yo hablamos largo y tendido. Ella estaba tan perdida como yo. —Luis, esto no es solo culpa suya… Nosotros también hemos fallado —me dijo, con voz cansada.
—¿Y ahora qué hacemos? No podemos pagar esto así como así… Y tampoco quiero que Lucía piense que no pasa nada.
Decidimos hablar con ella antes de ir al colegio. Nos sentamos los tres en la mesa del desayuno. Lucía apenas probó su vaso de leche.
—Cariño —empecé, intentando controlar el temblor de mi voz—, lo que ha pasado es muy grave. Ese dinero es mucho para nosotros. No puedes comprar cosas sin permiso.
Ella asintió, con los ojos rojos.
—Pero también es culpa nuestra —añadió Carmen—. No te hemos explicado bien cómo funcionan estas cosas. A partir de ahora, no vas a usar el móvil sin que estemos delante. Y vamos a hablar más sobre lo que haces en Internet.
Lucía rompió a llorar. Me levanté y la abracé. Sentí su cuerpecito temblar entre mis brazos y me prometí que nunca más dejaría que algo así nos separara.
Los días siguientes fueron un infierno. Llamé al banco, a la compañía telefónica, al soporte del juego… Todos me decían lo mismo: las compras habían sido autorizadas desde mi cuenta. No había nada que hacer.
En el trabajo estaba distraído; no podía dejar de pensar en el agujero económico ni en cómo habíamos llegado a este punto. Mis compañeros notaron mi mal humor. Una tarde, Javier —mi amigo desde la universidad— me invitó a tomar un café.
—Luis, tienes que perdonarte un poco. Nos ha pasado a todos… Mi hijo se gastó 300 euros en cromos digitales hace dos meses —me confesó.
—¿Y qué hiciste?
—Hablé con él. Le expliqué lo que significaba ese dinero para nosotros. Y luego le puse límites claros. Pero sobre todo… aprendí a estar más presente.
Sus palabras me hicieron pensar. ¿Cuántas veces había usado el móvil como niñera? ¿Cuántas veces había preferido evitar una conversación incómoda sobre dinero o Internet?
Esa noche, después de cenar, busqué a Lucía en su habitación. Estaba dibujando en silencio.
—¿Puedo sentarme contigo?
Asintió sin mirarme.
—Sé que estás triste. Yo también lo estoy. Pero quiero que sepas que te quiero mucho… aunque a veces me enfade o grite.
Lucía dejó el lápiz y me miró con ojos grandes.
—¿Me odias por lo que hice?
Sentí un nudo en la garganta.
—Nunca podría odiarte. Pero tenemos que aprender juntos de esto. ¿Te parece si buscamos juegos nuevos para jugar juntos? Sin compras ni trucos.
Por primera vez en días, vi una pequeña sonrisa en su cara.
A partir de entonces cambiaron muchas cosas en casa. Guardamos los móviles bajo llave por las noches; instalamos controles parentales; hablamos más sobre lo que significa ganar dinero y lo difícil que es ahorrar para unas vacaciones o para un regalo de Reyes. Incluso organizamos tardes de juegos de mesa: parchís, cartas, dominó…
Pero lo más importante fue que aprendimos a escucharnos más y mejor. A veces Lucía todavía pregunta si puede jugar con el móvil; otras veces prefiere leer o salir al parque con sus amigas Marta y Sofía.
El agujero económico tardamos meses en taparlo: recortamos gastos, vendimos algunas cosas por Wallapop y renunciamos a las vacaciones ese verano. Pero ganamos algo mucho más valioso: la confianza y el diálogo entre nosotros.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo fácil que es perderse entre pantallas y obligaciones diarias; de lo sencillo que es delegar la educación digital en otros o en el propio azar. Pero también sé que nunca es tarde para aprender juntos y pedir perdón.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres estarán ahora mismo pasando por lo mismo? ¿Cuántos niños se sienten solos frente a un mundo digital sin brújula? ¿Y tú? ¿Has tenido alguna vez miedo de perder a tu hijo por no saber escucharle?