El último milagro de Don Ernesto

—¡No te mueras, por favor!—grité con la voz quebrada, mientras sostenía el pequeño cuerpo tembloroso entre mis manos arrugadas. El cachorro, cubierto de lodo y con una herida en la pata, apenas respiraba. La lluvia caía a cántaros sobre el empedrado de la calle principal de San Miguel del Alto, y yo, Ernesto Ramírez, un viejo de 91 años, me sentía más solo que nunca.

Desde que mi esposa Carmen y mi hijo Julián murieron en aquel accidente de carretera hace seis años, mi vida se volvió una rutina gris. Me levantaba al amanecer, preparaba café de olla y me sentaba en el porche a mirar el horizonte, esperando que algo —cualquier cosa— rompiera el silencio que me ahogaba. Pero nada cambiaba. Los vecinos me saludaban con lástima, y mis hermanos, ya viejos también, apenas podían visitarme desde Guadalajara.

Esa tarde, mientras regresaba del mercado con un kilo de tortillas y unos tomates, escuché un gemido débil cerca del basurero del parque. Me acerqué y lo vi: un cachorro mestizo, flaco como un palo y con los ojos llenos de miedo. Sin pensarlo, lo envolví en mi rebozo y corrí a casa bajo la lluvia.

—¿Qué hago contigo, chiquito?—le pregunté mientras le limpiaba la herida con agua tibia y le daba un poco de leche. El perrito me miró como si entendiera mi tristeza. Esa noche dormimos juntos en el catre; él acurrucado en mi pecho, yo sintiendo por primera vez en años que no estaba completamente solo.

Los días pasaron y el cachorro —al que llamé Pancho— empezó a recuperar fuerzas. Corría por el patio persiguiendo gallinas y ladrando a los burros que pasaban por la calle. Los niños del pueblo venían a verlo y hasta Doña Lupita, la vecina chismosa, me trajo croquetas.

Pero no todo era alegría. Mi salud iba empeorando: las piernas me dolían más cada día y a veces me costaba respirar. Una mañana me desmayé en la cocina. Cuando desperté, Pancho estaba lamiéndome la cara y ladrando desesperado. Logré arrastrarme hasta el teléfono y llamé a mi sobrina Mariana.

—Tío Ernesto, ¿qué le pasó?—me preguntó angustiada cuando llegó corriendo desde su casa.

—Nada grave, mija… sólo fue un mareo—mentí para no preocuparla.

Ella insistió en llevarme al doctor, pero yo no quería dejar mi casa ni a Pancho. Mariana se fue llorando esa tarde, prometiendo regresar pronto.

Esa noche, mientras acariciaba a Pancho bajo la luz tenue del quinqué, pensé en Carmen y Julián. ¿Qué dirían si me vieran así? ¿Tan solo? ¿Tan cansado? Sentí una punzada de culpa por seguir vivo cuando ellos ya no estaban.

Unos días después, ocurrió lo inesperado. Era domingo y el pueblo estaba vacío porque todos estaban en misa. Yo estaba podando unas plantas cuando sentí un dolor agudo en el pecho. Caí al suelo sin poder gritar. Pancho empezó a ladrar como loco; corrió hasta la calle y se puso a saltar frente a la casa de Doña Lupita.

—¡Ernesto! ¿Está bien?—escuché su voz lejana antes de perder el conocimiento.

Me desperté en el hospital de Tepatitlán. Mariana estaba junto a mi cama con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Tío… si no fuera por Pancho… Doña Lupita dice que el perro no dejaba de ladrar hasta que ella entró a buscarlo. Le salvó la vida.

No pude evitar llorar. Ese animalito al que yo había rescatado me había devuelto el favor. Me sentí ridículo por haber pensado que ya no quedaban milagros para mí.

Regresé a casa unos días después. El pueblo entero vino a visitarme; algunos traían pan dulce, otros flores para el altar de Carmen y Julián. Todos querían ver al «perro héroe». Hasta el padre Tomás vino a bendecirlo.

Una tarde, sentado en el porche con Pancho dormido a mis pies, Mariana se acercó y me abrazó fuerte.

—Tío… ¿por qué nunca nos contó lo solo que se sentía?

No supe qué responderle. Tal vez porque en este país nos enseñan a aguantar solos, a no mostrar debilidad ni pedir ayuda. Pero ahora entendía que nadie debe cargar su dolor en silencio.

Pancho se convirtió en mi sombra. Me acompañaba al mercado, al panteón donde iba a visitar las tumbas de mi familia, incluso a las reuniones del club de abuelos donde todos querían acariciarlo. Mi casa volvió a llenarse de risas y visitas; los niños venían a jugar con Pancho y yo les contaba historias de cuando era joven y trabajaba en los cañaverales.

A veces pienso en todo lo que perdí… pero también en lo que gané: una segunda oportunidad para sentirme útil, querido y acompañado. Pancho no sólo salvó mi vida; me devolvió las ganas de vivir.

Ahora cada vez que alguien pasa frente a mi casa y ve al perro echado junto a mí, sonríen y me saludan con cariño. Ya no soy «el viejo Ernesto» sino «el abuelo del perro héroe».

¿Quién hubiera pensado que un simple acto de compasión podía cambiarlo todo? ¿Cuántos milagros dejamos pasar por miedo o por costumbre? A veces sólo hace falta abrir el corazón… ¿Ustedes qué harían si tuvieran una segunda oportunidad?