Nadie puede hacerte sentir menos: La historia de una familia española marcada por la exigencia

—¿Por qué no puedes ser como tu prima Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan afilada como siempre. Yo tenía quince años y acababa de llegar del instituto, con las notas aún temblando en mi mochila. Mi padre, sentado en el salón, fingía leer el periódico, pero sus ojos se clavaban en mí, llenos de esa mezcla de compasión y resignación que tanto odiaba.

No era la primera vez que escuchaba esa comparación. Lucía era la hija perfecta: matrícula de honor, sonrisa impecable, siempre dispuesta a ayudar en casa y con un novio que estudiaba medicina. Yo, en cambio, era la hija «difícil»: me gustaba escribir, sacaba notables raspados y prefería perderme en mis libros antes que limpiar el polvo del mueble del comedor.

Aquella tarde, después de la bronca, me encerré en mi cuarto. Me tumbé boca arriba en la cama y miré el techo desconchado. «¿Por qué nunca soy suficiente?», pensé. En ese momento, mi hermano pequeño, Sergio, entró sin llamar.

—Mamá está muy enfadada —susurró—. Dice que no vas a llegar a nada si sigues así.

Me encogí de hombros. No tenía fuerzas para discutir. Sergio se sentó a mi lado y me pasó una nota doblada.

—Te la ha dado tu profesora de literatura —dijo—. Dice que es importante.

Abrí la nota con manos temblorosas. Era una cita escrita con letra firme: «Nadie puede hacerte sentir menos, salvo que tú lo permitas». Me quedé mirando esas palabras durante minutos. Era como si alguien hubiera encendido una luz en medio del túnel.

Al día siguiente, en clase, busqué a la profesora, doña Carmen. Era una mujer mayor, con el pelo recogido y ojos vivaces. Me acerqué al final de la clase.

—¿Por qué me ha dado esa nota? —pregunté.

Ella sonrió suavemente.

—Porque veo cómo te miras cuando hablas —respondió—. Como si siempre estuvieras pidiendo perdón por existir. No tienes que hacerlo. Nadie tiene derecho a hacerte sentir menos.

Salí del aula con el corazón latiendo fuerte. Por primera vez sentí que alguien me veía de verdad.

Pero en casa nada cambiaba. Mi madre seguía con sus reproches: que si no ayudaba lo suficiente, que si no tenía amigos «decentes», que si mi ropa era demasiado oscura. Mi padre callaba y asentía. Solo Sergio parecía entenderme; él también sufría la presión, aunque de otra manera: tenía que ser el hombrecito de la casa desde los diez años.

Una noche, durante la cena, estallé. Mi madre criticó mi forma de comer y yo dejé caer el tenedor con fuerza.

—¡Basta ya! —grité—. ¡Nunca te parece bien nada de lo que hago! ¿Por qué no puedes quererme como soy?

El silencio fue absoluto. Mi padre bajó la cabeza y Sergio me miró con los ojos muy abiertos. Mi madre se levantó despacio y salió del comedor sin decir palabra.

Esa noche no pude dormir. Me sentía culpable y liberada al mismo tiempo. Al día siguiente, mi madre no me dirigió la palabra. El ambiente era tan denso que costaba respirar.

Pasaron semanas así. Un día, doña Carmen me pidió que leyera un relato mío en clase. Temblando, leí una historia sobre una chica que vivía a la sombra de su familia y soñaba con escapar. Cuando terminé, algunos compañeros aplaudieron tímidamente. Doña Carmen me miró con orgullo.

—¿Ves? —me dijo al salir—. Tu voz importa.

Poco a poco empecé a cambiar. Dejé de pedir permiso para ser yo misma. Empecé a salir con amigos del instituto, a escribir más relatos y hasta me atreví a teñirme el pelo de azul durante un verano (mi madre casi se desmaya). Sergio empezó a confiarme sus propios miedos: que no quería estudiar ingeniería como quería papá, sino ser chef.

Un día, mi madre entró en mi cuarto sin avisar. Me encontró escribiendo y suspiró.

—No entiendo por qué tienes que ser tan diferente —dijo—. Solo quiero lo mejor para ti.

La miré a los ojos por primera vez sin miedo.

—Lo mejor para mí es poder elegir quién soy —respondí.

No hubo gritos esa vez. Solo un silencio largo y pesado, pero distinto: como si algo se hubiera roto y estuviera empezando a recomponerse.

Con los años he aprendido que las heridas familiares no se cierran fácilmente. Mi madre sigue siendo exigente; mi padre sigue callando; Sergio y yo seguimos luchando por nuestro lugar en el mundo. Pero ya no permito que nadie decida cuánto valgo.

A veces me pregunto: ¿Cuántos jóvenes españoles viven atrapados bajo el peso de las expectativas familiares? ¿Cuándo aprenderemos a querernos tal y como somos?