Cuando mi madre eligió vivir su propia vida en Madrid
—¿Pero cómo que tienes yoga los miércoles, mamá? —le espeté, con la voz más alta de lo que pretendía, mientras mi hija pequeña lloraba en el salón y el mayor tiraba los libros del estante.
Mi madre, Carmen, se quedó mirándome desde la puerta de la cocina, con esa calma suya que a veces me sacaba de quicio. Había dejado su vida en Cuenca para mudarse a nuestro piso en Madrid y ayudarnos con los niños. O eso creía yo. Pero ahora, apenas dos semanas después de su llegada, me soltaba que tenía un grupo de amigas y una clase de yoga a la que no pensaba faltar.
—Lucía, hija, llevo toda la vida esperando tener tiempo para mí —me respondió, sin perder la compostura—. No he venido aquí solo para ser abuela. También soy Carmen.
Me quedé helada. ¿No era ese el trato? ¿No habíamos hablado de lo mucho que necesitábamos ayuda? Mi marido, Álvaro, trabaja hasta tarde y yo, con mi jornada reducida en la editorial, apenas llego a todo. Cuando propuse que mi madre viniera a vivir con nosotros, fue porque no podía más. Pero ahora parecía que ella tenía otros planes.
Esa noche, mientras recogía los juguetes del suelo y escuchaba el rumor del tráfico por la ventana, sentí una mezcla de rabia y culpa. Recordé las tardes en Cuenca cuando mi madre me recogía del colegio y me llevaba al parque. Siempre estaba ahí. Siempre disponible. ¿Por qué ahora no podía hacer lo mismo por mis hijos?
Al día siguiente, intenté hablarlo con Álvaro mientras desayunábamos.
—¿Y si buscamos una canguro para los miércoles? —sugirió él, sin levantar la vista del móvil.
—¿Y pagarla cómo? —le respondí, frustrada—. Además, ¿no te parece raro que mi madre quiera hacer su vida aquí? ¡Si vino para ayudarnos!
Álvaro suspiró y me miró por fin.
—Lucía, tu madre tiene derecho a tener sus cosas. No es solo abuela. Quizá deberíamos agradecérselo más.
No quise admitirlo, pero sus palabras me dolieron. ¿Era yo tan egoísta?
Los días pasaron y mi madre empezó a llenar su agenda: yoga los miércoles, cine los viernes con unas amigas del barrio, incluso un taller de cerámica los lunes por la tarde. Yo sentía que perdía el control. Una tarde, al recoger a los niños del colegio —agotada y con la cabeza a punto de estallar— exploté.
—¿Por qué has venido entonces? —le grité en la cocina—. ¿Para hacer tu vida o para ayudarnos?
Mi madre dejó el cuchillo sobre la tabla y me miró fijamente.
—He venido porque te quiero, Lucía. Pero no puedo dejar de ser yo misma. He pasado cuarenta años cuidando de otros: primero de tus abuelos, luego de ti y tu hermano, después de tu padre cuando enfermó… Ahora quiero cuidarme un poco yo también.
Me quedé callada. Nunca había pensado en todo lo que había hecho por nosotros. Siempre di por hecho que era su deber.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al salón. Mi madre estaba sentada en el sofá, leyendo una novela de Almudena Grandes. Me senté a su lado y rompí a llorar.
—Lo siento, mamá —susurré—. Estoy tan cansada… Pensé que si venías todo sería más fácil.
Ella me abrazó fuerte.
—Lo sé, hija. Pero tienes que aprender a pedir ayuda sin exigirla. Y a dejarme ser feliz también.
A partir de entonces intenté ver las cosas desde otra perspectiva. Empecé a organizarme mejor y acepté que los miércoles tendría que apañármelas sola o pedir ayuda a alguna vecina. Incluso busqué un grupo de madres en el parque para compartir meriendas y juegos.
Un día, mientras preparaba la merienda para los niños, escuché a mi madre reírse por teléfono con una amiga. Su risa llenó la casa de una alegría nueva. Me di cuenta de que nunca la había visto tan viva desde que murió mi padre.
Poco a poco empecé a admirar su valentía: mudarse a Madrid con sesenta y ocho años, hacer amigas nuevas, aprender yoga… Y comprendí que yo también necesitaba encontrarme fuera del papel de madre agotada.
Una tarde de domingo, salimos las dos a pasear por el Retiro mientras Álvaro se quedaba con los niños. Caminamos despacio entre los castaños y le pregunté:
—¿Nunca te sentiste culpable por querer algo solo para ti?
Mi madre sonrió y me apretó la mano.
—Siempre sentí culpa, Lucía. Pero aprendí que si no te cuidas tú, nadie lo hará por ti.
Ahora veo a mi madre como una mujer completa: abuela sí, pero también amiga, alumna de yoga y soñadora incansable. Y yo empiezo a buscar mis propios espacios: un club de lectura los jueves por la tarde y alguna escapada sola al cine.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en España viven atrapadas entre el deber y el deseo? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda sin sentirnos menos madres o menos hijas?
¿Vosotros también habéis sentido esa presión? ¿Cómo lo habéis gestionado en vuestras familias?