Entre el dinero y el amor: La historia de Lucía y don Ramón
—¿De verdad piensas presentarte con ese hombre en la boda de tu prima? —La voz de mi madre, Mercedes, retumbó en el pasillo, tan afilada como las tijeras con las que cortaba las etiquetas de mi vestido nuevo.
Me quedé paralizada en la puerta del salón, con el móvil aún en la mano. Había estado escribiéndole a Ramón, preguntándole si prefería corbata azul o granate. Mi madre me miraba como si acabara de confesarle que iba a robar un banco.
—Mamá, por favor… —intenté decirle, pero ella ya había empezado su monólogo.
—¡No me digas que vas a llevar a ese hombre! ¿Qué va a pensar la familia? ¿Qué va a decir tu padre cuando se entere? ¿Y tus tíos? ¡Lucía, por Dios!
Sentí cómo se me encogía el estómago. Desde que Ramón apareció en mi vida, todo era así: susurros en la panadería, miradas en la plaza Mayor, mensajes anónimos en redes sociales. Pero nada me dolía tanto como la decepción en los ojos de mi madre.
Ramón no era cualquier hombre. Era don Ramón Gutiérrez, dueño de media Salamanca, viudo desde hacía años, con una hija que vivía en Madrid y apenas le dirigía la palabra. Nos conocimos en la biblioteca municipal, cuando yo buscaba libros para preparar las oposiciones y él hojeaba un tomo de poesía de Machado. Me invitó a un café y, contra todo pronóstico, me sentí cómoda. Me reí. Me sentí vista.
Pero el amor no es solo cosa de dos. Pronto lo supe.
—¿Te das cuenta de lo que haces? —me preguntó mi hermana Marta una noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada en la cocina.
—¿A qué te refieres?
—A ti y a don Ramón. La gente habla, Lucía. Dicen que solo estás con él por su dinero. Que te va a dejar tirada cuando se canse.
Me atraganté con un trozo de pan. ¿Eso pensaba también mi hermana?
—¿Y tú qué crees? —le pregunté, con la voz temblorosa.
Marta bajó la mirada. —Solo quiero que seas feliz. Pero no quiero verte sufrir.
No dormí esa noche. Me levanté al amanecer y salí a caminar por las calles vacías del barrio del Oeste. Pensaba en Ramón, en su risa ronca, en cómo me escuchaba sin juzgarme, en cómo me hacía sentir valiosa cuando yo misma dudaba de mi futuro. Pensaba también en mi padre, Antonio, que apenas hablaba desde que se jubiló y ahora parecía más ausente que nunca.
El día de la boda llegó. Me puse el vestido azul marino que tanto le gustaba a Ramón y me recogí el pelo como hacía mi abuela. Cuando llegamos al salón de celebraciones, sentí todas las miradas clavadas en nosotros. Mi tía Carmen susurró algo al oído de mi madre; mi primo Sergio me lanzó una sonrisa burlona.
Durante el banquete, Ramón intentó romper el hielo contando anécdotas divertidas sobre su infancia en el pueblo. Algunos rieron por compromiso; otros ni siquiera le miraron. Yo le apreté la mano bajo la mesa.
Al final de la noche, mi padre se acercó a nosotros. Tenía los ojos vidriosos y olía a vino.
—Lucía —dijo—, ¿puedo hablar contigo?
Salimos al jardín iluminado por farolillos. El aire olía a jazmín y a tierra mojada.
—¿Por qué haces esto? —me preguntó, sin rodeos.
—Papá… yo le quiero. No es por su dinero ni por lo que pueda darme. Es porque me hace sentir viva.
Mi padre suspiró y se pasó una mano por la cara.
—La gente no lo va a entender nunca. Vas a sufrir mucho.
—Ya estoy sufriendo —le respondí—. Pero prefiero sufrir por amor que vivir una vida vacía solo para complacer a los demás.
Mi padre me abrazó por primera vez en meses. Sentí cómo se le rompía algo por dentro.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi madre dejó de hablarme; Marta apenas me escribía mensajes cortos; mis amigas me evitaban en los bares del centro. Solo Ramón seguía ahí, paciente, esperándome cada tarde con un café caliente y una sonrisa triste.
Una tarde de otoño, mientras paseábamos por el parque de La Alamedilla, Ramón se detuvo bajo un castaño.
—Lucía —dijo—, no quiero ser la causa de tu dolor. Si quieres dejarlo aquí… lo entenderé.
Me quedé mirándole. Tenía arrugas profundas alrededor de los ojos y las manos temblorosas. Pero nunca nadie me había querido así: sin condiciones, sin exigencias.
—No puedo dejarte —le susurré—. No ahora.
Esa noche soñé con mi infancia: con los veranos en el pueblo, con mi abuela enseñándome a hacer rosquillas, con mis padres bailando pasodobles en las fiestas del barrio. Me desperté llorando, preguntándome si alguna vez podría recuperar esa felicidad sencilla.
Un día recibí una carta anónima en el buzón: «Nunca serás feliz con él. Todo el mundo lo sabe.» La rompí sin leerla entera, pero las palabras se me quedaron grabadas como una herida abierta.
Poco a poco aprendí a vivir con las miradas y los cuchicheos. Aprendí a valorar los pequeños momentos: una tarde de cine con Ramón, una llamada inesperada de Marta pidiéndome consejo sobre su trabajo, un mensaje de mi madre preguntando si necesitaba algo del mercado.
La vida siguió su curso. No fue fácil. Hubo días en los que quise rendirme; otros en los que sentí que todo valía la pena solo por ver sonreír a Ramón al despertar.
Hoy escribo esto desde nuestro pequeño piso cerca del río Tormes. Mi familia aún no acepta del todo nuestra relación, pero poco a poco han aprendido a respetarla. He entendido que el amor verdadero no es perfecto ni fácil; es una elección diaria, una lucha constante contra los prejuicios y los miedos propios y ajenos.
A veces me pregunto: ¿vale la pena desafiarlo todo por amor? ¿O es mejor conformarse con lo que esperan los demás? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?