¿Por qué no cocinas como Carmen? – Confesiones de una esposa española en guerra con la comparación

—¿Por qué no cocinas como Carmen? —La pregunta de Tomás retumbó en la cocina, rebotando entre los azulejos blancos y los platos sin fregar. Me quedé quieta, cuchillo en mano, mientras cortaba unas zanahorias para la cena rápida de siempre: arroz con verduras. Sentí cómo la rabia y la tristeza me subían por la garganta, pero solo logré murmurar:

—No soy Carmen.

Él suspiró, se encogió de hombros y salió del cuarto, dejando tras de sí el eco de una comparación que ya era rutina. Carmen, la esposa de su mejor amigo, la reina de los guisos, las tartas y las cenas temáticas. Carmen, que está en casa con su bebé y parece disfrutar cada minuto entre cazuelas y recetas nuevas. Yo, en cambio, salgo cada mañana a las siete, dejo a Lucía en la guardería y me paso diez horas lidiando con clientes y jefes que nunca están satisfechos. Cuando vuelvo a casa, lo único que quiero es sobrevivir al día.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, Tomás volvió a la carga:

—Hoy Pablo me ha contado que Carmen ha hecho fabada asturiana. Y de postre, arroz con leche casero. Dice que hasta la niña ha repetido.

Lucía me miró con sus ojos grandes y cansados. Yo le sonreí, pero por dentro sentía que me desmoronaba. ¿De verdad era tan difícil entenderlo? ¿Tan poco valía mi esfuerzo?

Al día siguiente, en el trabajo, no podía concentrarme. Las palabras de Tomás me perseguían como un zumbido molesto. En la pausa del café, le conté a mi compañera Marta lo que pasaba.

—¿Y qué quiere? —me preguntó ella—. ¿Que renuncies a tu trabajo para hacer croquetas?

Me reí, pero era una risa amarga. No quería renunciar a nada: ni a mi trabajo ni a mi familia. Solo quería que Tomás viera todo lo que hacía por nosotros.

Esa tarde, al recoger a Lucía, me encontré con Carmen en la puerta de la guardería. Llevaba el pelo recogido y una sonrisa tranquila.

—¡Hola, Ana! —me saludó—. ¿Qué tal todo?

—Bien… Bueno, sobreviviendo —respondí.

Ella se rió.

—Te entiendo perfectamente. Pablo cree que mi vida es perfecta porque cocino mucho, pero a veces me siento sola aquí todo el día. Echo de menos trabajar fuera.

Me sorprendió su sinceridad. Siempre pensé que Carmen era feliz en su papel de ama de casa perfecta. Pero ahí estaba ella, confesando sus propias inseguridades.

Esa noche, mientras preparaba una tortilla francesa para cenar, pensé en lo injusto que era todo: nos pasamos la vida comparándonos unas con otras sin saber lo que hay detrás de cada puerta cerrada.

Cuando Tomás llegó a casa, le serví la cena en silencio. Él miró el plato y suspiró.

—¿Otra vez tortilla?

Solté el tenedor y lo miré fijamente.

—¿Sabes qué? Estoy cansada de que me compares con Carmen. Ella tiene su vida y yo tengo la mía. Trabajo diez horas al día para que no nos falte nada. No soy menos madre ni menos esposa por no hacer fabada todos los días.

Tomás se quedó callado. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido a la culpa.

—No quería hacerte sentir mal… Solo echo de menos las comidas de antes —dijo en voz baja.

—Yo también echo de menos muchas cosas —le respondí—. Echo de menos tener tiempo para mí, para leer un libro o salir a pasear sin mirar el reloj. Pero ahora mismo esto es lo que hay. Y si no lo entiendes, entonces tenemos un problema más grande que una simple cena.

Lucía nos miraba desde su silla alta, ajena al drama pero sintiendo la tensión en el aire.

Esa noche dormimos espalda contra espalda. Al día siguiente, Tomás se levantó antes que yo y preparó el desayuno: café y tostadas quemadas. Sonreí al ver el desastre en la cocina.

—Lo siento —me dijo—. No es tan fácil como parece.

Nos reímos los dos. Fue un pequeño paso hacia el entendimiento.

Pasaron los días y las comparaciones fueron desapareciendo poco a poco. Empezamos a cocinar juntos los fines de semana: él hacía ensaladas raras y yo probaba alguna receta nueva cuando tenía ganas. Lucía se reía viendo cómo su padre luchaba con el pelador de patatas.

Un domingo fuimos a casa de Carmen y Pablo. Mientras los hombres hablaban de fútbol y las niñas jugaban en el salón, Carmen y yo compartimos confidencias en la cocina.

—A veces pienso que nunca hacemos suficiente —me confesó ella—. Pero mira a nuestras hijas: están felices. Eso es lo importante.

La abracé y sentí que por fin podía respirar tranquila.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto daño pueden hacer las comparaciones silenciosas en una familia. No somos menos por no ser perfectas; somos valientes por intentarlo cada día.

¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis sentido juzgados por no cumplir con las expectativas ajenas? ¿Dónde está el verdadero valor: en un plato perfecto o en el esfuerzo invisible que sostiene a una familia?