Entre el amor y el dinero: la herida invisible de una madre

—¿Por qué nunca puedes ayudarme como lo hacen los padres de Marcos? —La voz de Elena retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Yo estaba fregando los platos, con las manos arrugadas y el corazón encogido. No supe qué responderle. Me quedé mirando el agua turbia, intentando encontrar en ella una respuesta que no doliera tanto.

—Hija, sabes que no puedo… —balbuceé, pero ella ya había girado sobre sus talones, dejando tras de sí un rastro de perfume y reproche.

Me llamo Carmen y tengo setenta y dos años. Vivo en un pequeño piso en Vallecas desde hace más de cuarenta años. Mi pensión apenas me da para pagar la luz, el gas y algo de comida. Mi marido, Antonio, murió hace seis años y desde entonces la soledad se ha convertido en mi compañera más fiel. Pero nada me duele tanto como la distancia que ha crecido entre mi hija y yo.

Elena siempre fue una niña lista, inquieta, con esa mirada que parecía querer comerse el mundo. Cuando se casó con Marcos, pensé que por fin encontraría la estabilidad que yo nunca pude darle. Los padres de Marcos son de otra clase: tienen una casa grande en Pozuelo, viajan a la playa cada verano y no les tiembla el pulso al regalarle a su nieto un móvil nuevo por Reyes. Yo, en cambio, apenas puedo comprarle un libro de segunda mano.

Hace dos semanas, Elena vino a verme. Traía el ceño fruncido y los labios apretados. Se sentó frente a mí y empezó a hablar sin rodeos:

—Mamá, necesito que me ayudes con la matrícula del colegio de Lucas. Son 600 euros y Marcos dice que sus padres ya han puesto bastante este año.

Sentí cómo se me helaba la sangre. 600 euros era más de lo que cobro en todo un mes.

—Elena, cariño… sabes que no puedo. Apenas llego a fin de mes —le dije, con la voz temblorosa.

Ella me miró con una mezcla de rabia y decepción.

—Siempre tienes una excusa. Los padres de Marcos sí ayudan, pero tú… tú nunca puedes. ¿Para qué guardas el dinero? ¿Para morirte con él?

Sus palabras me atravesaron como un puñal. No supe qué decirle. Me limité a bajar la mirada y dejar que las lágrimas resbalaran por mis mejillas.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama, repasando cada sacrificio, cada noche sin cenar para que ella pudiera tener zapatos nuevos para el colegio, cada hora extra limpiando casas ajenas para pagarle la universidad. ¿De qué sirve todo eso si ahora sólo ve lo que no puedo darle?

Al día siguiente, llamé a mi hermana Pilar.

—No puedo más, Pili. Elena me odia porque no tengo dinero —le confesé entre sollozos.

—No digas tonterías, Carmen. Los hijos a veces se ciegan con las comparaciones. Dale tiempo —me consoló ella.

Pero el tiempo sólo hacía crecer la distancia. Elena dejó de llamarme. Sólo recibía mensajes fríos: «Lucas tiene fiebre», «No puedo ir esta semana». Yo me sentía invisible, como si mi valor dependiera únicamente de mi cuenta bancaria.

Un domingo cualquiera, decidí ir a verla sin avisar. Llevaba una bolsa con croquetas caseras y una bufanda tejida para Lucas. Cuando llegué, Elena abrió la puerta con sorpresa.

—Mamá… ¿qué haces aquí?

—He venido a veros. Traigo croquetas —intenté sonreír.

Lucas corrió a abrazarme y sentí un poco de calor en el pecho. Pero Elena seguía distante.

Mientras comíamos, intenté romper el hielo:

—¿Cómo va todo en el trabajo?

—Bien —respondió seca—. Pero sigo preocupada por el dinero del colegio.

Marcos intervino:

—No te preocupes, Elena. Ya lo solucionaremos.

Elena me miró de reojo y suspiró.

Cuando me fui, sentí que había cruzado un desierto para nada. Caminé despacio hasta casa, arrastrando los pies y el alma.

Esa noche decidí escribirle una carta:

«Querida Elena,
Sé que te decepciono porque no puedo ayudarte como quisieras. Pero quiero que sepas que todo lo que tengo es tuyo: mi tiempo, mi cariño, mis recuerdos… Si pudiera darte más, lo haría sin dudarlo. Perdóname por no ser suficiente.
Te quiere,
Mamá»

No sé si leyó la carta o si la tiró sin abrirla. Pasaron días sin noticias suyas.

Una tarde cualquiera, mientras veía las noticias sobre la subida del precio de la luz y los alquileres imposibles para los jóvenes, pensé en todas las madres como yo: mujeres invisibles que dieron todo y ahora sólo pueden ofrecer compañía y amor. ¿Por qué eso ya no basta?

Elena me llamó al cabo de una semana:

—Mamá… he leído tu carta —su voz era suave, casi un susurro—. Perdóname tú a mí también. A veces me olvido de todo lo que has hecho por mí…

Lloramos juntas al teléfono durante minutos eternos. No resolvimos nada sobre el dinero, pero sentí que algo se había curado entre nosotras.

Hoy sigo sin poder ayudarla económicamente, pero he aprendido que mi valor no se mide en euros ni regalos caros. Mi amor es mi mayor herencia.

¿De verdad hemos llegado a un punto en el que el dinero pesa más que los abrazos? ¿Cuántas madres españolas se sienten hoy tan pequeñas como yo?