De la noche a la mañana: madre de seis

—¡Mamá, Lucía no me deja el mando! —gritó Pablo desde el salón, mientras yo intentaba terminar la cena. El olor a lentejas llenaba la casa, y el reloj marcaba las ocho y media. Era un jueves cualquiera en nuestro piso de Vallecas, hasta que el timbre sonó con una urgencia que me hizo dejar la cuchara en el fregadero.

Abrí la puerta y allí estaba Carmen, la hija mayor de don Antonio, nuestro vecino del quinto. Tenía los ojos hinchados y la voz temblorosa.

—Señora Marta… ¿puede venir? Es mi padre… no se despierta.

Corrí escaleras arriba, con el corazón en un puño. Don Antonio estaba tumbado en el sofá, pálido, frío. Llamé al 112 mientras abrazaba a Carmen y a su hermano pequeño, Diego, que no entendía nada. Cuando llegaron los sanitarios, ya era tarde.

Esa noche no dormí. Pensaba en mis propios hijos —Lucía, Pablo, Sergio y Ana— y en esos dos niños que ahora estaban solos en el mundo. Su madre había fallecido hacía años y no tenían más familia cercana. Al día siguiente, los servicios sociales vinieron a hablar conmigo. Me preguntaron si podía acogerlos temporalmente hasta que encontraran una solución.

—Marta, piénsalo bien —me dijo mi hermana Laura por teléfono—. Bastante tienes con los tuyos. No es tu responsabilidad.

Pero cuando vi a Carmen abrazada a Ana en el pasillo del colegio, supe que no podía mirar hacia otro lado.

La primera semana fue un caos. Seis niños en un piso de ochenta metros cuadrados. Las peleas por el baño, las mochilas tiradas por todas partes, las cenas improvisadas con lo que había en la nevera. Pero también risas nuevas, juegos inventados y una extraña sensación de familia ampliada.

Mi madre vino a casa y me miró con desaprobación.

—Esto no es vida para nadie, hija. ¿Qué vas a hacer cuando llegue fin de mes? ¿Y si los servicios sociales deciden llevárselos?

No tenía respuestas. Solo sabía que cada noche, cuando cerraba la puerta del cuarto y veía a los seis durmiendo juntos, sentía que estaba haciendo lo correcto.

Pero el sistema no lo ponía fácil. Los papeles, las visitas de las trabajadoras sociales, las preguntas incómodas:

—¿Está usted segura de poder hacerse cargo? ¿No sería mejor buscar una familia de acogida?

Me sentía juzgada, agotada. Mis propios hijos empezaron a notar el cambio. Lucía se volvió más callada; Pablo se enfadaba por todo.

Una tarde, después de una discusión por los deberes, Lucía explotó:

—¡Tú ya no eres mi madre! Ahora solo te importan Carmen y Diego.

Me encerré en el baño y lloré en silencio. Dudé de mí misma como nunca antes. ¿Estaba sacrificando a mis hijos por ayudar a otros?

Pero entonces recordé cómo don Antonio me ayudó cuando mi marido nos dejó. Cómo cuidaba de mis hijos cuando yo tenía que trabajar de noche en el hospital. ¿Cómo podía abandonar ahora a sus hijos?

Pasaron los meses. Aprendimos a convivir: turnos para la ducha, listas para la compra, tardes de deberes compartidos en la mesa del salón. Los problemas seguían ahí —el dinero justo, las miradas de los vecinos, las dudas de mi familia— pero también creció algo nuevo: una lealtad feroz entre los seis niños.

Un día recibí una carta: los servicios sociales proponían trasladar a Carmen y Diego a un centro de menores en Alcorcón. Me senté con ellos en la cocina.

—¿Queréis quedaros aquí? —les pregunté.

Carmen asintió sin dudarlo. Diego me abrazó fuerte.

Luché como nunca antes: abogados de oficio, reuniones interminables, cartas al ayuntamiento. Mi hermana dejó de hablarme durante semanas; mi madre me decía que estaba perdiendo la cabeza.

Pero también hubo sorpresas: los padres del colegio organizaron una colecta para ayudarnos con los libros; mi vecina Pilar empezó a traer tuppers con comida; incluso Lucía, poco a poco, volvió a buscarme para contarme sus cosas.

El día que recibí la resolución favorable y supe que Carmen y Diego podían quedarse conmigo como familia de acogida permanente, lloramos todos juntos en el salón. No era la familia que había planeado, pero era nuestra familia.

A veces me pregunto si hice lo correcto. Si sacrifiqué demasiado o si fui egoísta por querer salvarlos a todos. Pero luego veo cómo se cuidan entre ellos, cómo han aprendido a compartir hasta el último trozo de pan… y pienso: ¿Qué haríais vosotros? ¿Habríais sido capaces de mirar hacia otro lado?