No invitada a la boda, pero sí esperada en casa: la doble moral de mi familia
—¿Pero cómo que no voy a ir a la boda de mi propio hijo? —grité, con la voz rota y las manos temblorosas, mientras sostenía el móvil con tanta fuerza que pensé que lo rompería. Al otro lado, Sergio, mi único hijo, guardó silencio. Sentí cómo el aire se volvía denso en el pequeño salón de mi piso en Vallecas, donde las paredes parecían encogerse a mi alrededor.
—Mamá, es que… Lucía prefiere algo íntimo. Solo serán sus padres y sus hermanos. No te lo tomes a mal —dijo al fin, con esa voz cansada que últimamente usaba conmigo, como si yo fuera una carga.
No pude evitarlo: las lágrimas me brotaron sin permiso. ¿Cómo podía no tomarme a mal que me dejaran fuera del día más importante de su vida? Yo, que había criado sola a Sergio desde que su padre nos dejó, que había trabajado de limpiadora en tres casas para pagarle los estudios, que había renunciado a todo por él… ¿Y ahora esto?
Colgué sin despedirme. Me senté en el sofá y miré la foto de Sergio de pequeño, con su sonrisa traviesa y sus rizos oscuros. Recordé las noches en vela cuando tenía fiebre, los cumpleaños improvisados con bocadillos de nocilla porque no había para más, los abrazos apretados cuando el mundo parecía demasiado grande para los dos.
Lucía apareció en nuestras vidas hace dos años. Divorciada, con una niña pequeña llamada Paula. Al principio, me esforcé por hacerlas sentir bienvenidas. Les preparaba cocido madrileño los domingos, les tejí bufandas para el invierno y hasta cuidé de Paula cuando Lucía tenía turno doble en el hospital. Pero siempre sentí una barrera invisible. Lucía era amable pero distante; Paula me miraba como si yo fuera una extraña.
La noticia de la boda llegó de golpe. Sin pedida formal, sin reunión familiar. Y ahora, ni siquiera una invitación. Solo un mensaje frío: “Mamá, no te lo tomes a mal”.
Pasaron semanas sin noticias. El silencio era un cuchillo lento. Hasta que una tarde, mientras veía Sálvame para distraerme, sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaban: Sergio, Lucía y Paula, con maletas y caras largas.
—Mamá… —empezó Sergio—. Han echado a Lucía del piso donde vivía con Paula. El casero quiere venderlo y no tenemos dónde ir. ¿Podemos quedarnos aquí unos días?
Me quedé helada. ¿Ahora sí era familia? ¿Ahora sí necesitaban a la madre invisible?
—Claro —dije al fin, tragando el orgullo—. Pasad.
Durante semanas compartimos mi pequeño piso de dos habitaciones. Yo dormía en el sofá; ellos ocupaban mi cama y la habitación de Sergio. Cocinaba para todos, lavaba su ropa, ayudaba a Paula con los deberes. Pero el ambiente era tenso. Lucía apenas me dirigía la palabra; Sergio estaba siempre pendiente del móvil; Paula se encerraba en sí misma.
Una noche, mientras fregaba los platos, escuché una conversación en voz baja desde el pasillo.
—No sé cuánto más podemos estar aquí —susurró Lucía—. Tu madre me hace sentir incómoda.
—Es solo por un tiempo —respondió Sergio—. No tenemos otra opción.
Me mordí los labios para no llorar otra vez. ¿Incómoda? ¿Por qué? ¿Por querer ayudar? ¿Por intentar ser parte de sus vidas?
Al día siguiente, intenté hablar con Sergio mientras desayunaba.
—Hijo, ¿he hecho algo mal? —pregunté con voz suave.
Él suspiró.—No es eso, mamá… Es solo que Lucía no está acostumbrada a vivir así. Tú eres muy… intensa.
Intensa. Como si querer a mi familia fuera un defecto.
Las semanas se hicieron meses. Nadie parecía buscar piso realmente; yo seguía pagando todo con mi pensión mínima y algún extra limpiando escaleras del barrio. Un día, recibí una carta del banco: debía tres recibos de la luz. Me sentí ahogada.
Esa noche exploté.—¡No puedo más! —grité—. ¡No soy invisible! ¡No soy solo un colchón donde caer cuando os conviene!
Sergio me miró como si no me reconociera.—Mamá…
—¿Sabes lo que duele? —seguí— Que para lo bueno no contéis conmigo, pero para lo malo sí. Que me dejéis fuera de vuestra boda pero esperéis que os abra mi casa sin preguntar.
Lucía bajó la mirada; Paula se abrazó a su peluche.
Al día siguiente, hicieron las maletas y se marcharon sin despedirse apenas. El piso quedó en silencio otra vez.
Ahora paso las tardes mirando por la ventana, preguntándome si hice bien o mal. Si ser madre es darlo todo aunque te duela o si hay un momento para decir basta.
¿De verdad es tan difícil reconocer el amor y el esfuerzo de una madre? ¿Cuántas veces más tengo que elegir entre mi dignidad y mi familia?