¿Quién soy realmente? La historia de Lucía y el secreto familiar
—¿Por qué nunca hay fotos mías de bebé en casa, mamá? —pregunté, rompiendo el silencio incómodo que se había instalado en la sobremesa del domingo. Mi madre, Carmen, dejó caer la cuchara en el plato de arroz con pollo y me miró con esos ojos oscuros que tantas veces me habían hecho sentir pequeña. Mi padre, Antonio, carraspeó y se levantó para ir a por más vino, como si así pudiera escapar de la pregunta.
Mi hermano mayor, Sergio, bajó la mirada y jugueteó con el móvil. Nadie contestó. El reloj de pared marcaba las cinco y media, y el sol de abril se colaba por la ventana del salón, iluminando las motas de polvo que flotaban en el aire. Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que me asaltaba esa sensación de ser una extraña en mi propia casa, pero nunca me había atrevido a decirlo en voz alta.
—Lucía, hija, no digas tonterías —dijo mi madre finalmente, forzando una sonrisa—. Claro que hay fotos tuyas. Lo que pasa es que están guardadas en una caja en el trastero.
Pero yo sabía que mentía. Había rebuscado en todos los álbumes familiares y solo encontraba fotos mías a partir de los tres años. Antes de eso, nada. Como si hubiera aparecido de la nada.
Aquella noche no pude dormir. Escuché a mis padres discutir en voz baja en la cocina. Palabras sueltas llegaban hasta mi habitación: «no está preparada», «algún día», «no podemos seguir ocultándolo». Me tapé la cabeza con la almohada y lloré en silencio.
Pasaron los días y la tensión crecía. Empecé a fijarme en detalles que antes me parecían insignificantes: mi piel más clara que la de mis padres, mi pelo liso frente a sus rizos oscuros, mi afición por la lectura cuando ellos apenas hojeaban el periódico. ¿Era posible que no fuera realmente su hija?
No aguanté más. Una tarde, mientras mi madre doblaba ropa en el salón, me planté delante de ella.
—Mamá, necesito saber la verdad. ¿Soy adoptada?
Su rostro se descompuso. Se sentó en el sofá y me hizo un gesto para que me acercara. Me temblaban las piernas.
—Lucía… —susurró—. No eres adoptada, pero…
Se le quebró la voz. Llamó a mi padre y juntos me contaron la historia que cambiaría mi vida para siempre.
Resulta que cuando yo nací, mi madre biológica era una joven estudiante llamada Elena, prima lejana de Carmen, que vino a Madrid desde un pueblo de Castilla-La Mancha para estudiar Magisterio. Se quedó embarazada tras una relación fugaz con un chico del barrio y, al no poder hacerse cargo de mí, pidió ayuda a Carmen y Antonio, que llevaban años intentando tener hijos sin éxito.
—Elena era muy joven —dijo mi padre—. Nosotros te queríamos desde antes de conocerte.
Me sentí traicionada y aliviada al mismo tiempo. Por fin tenía respuestas, pero también mil preguntas nuevas. ¿Quién era Elena? ¿Por qué nunca me lo habían contado? ¿Y si quería conocerme?
Durante semanas viví en una especie de niebla. Mis padres intentaron hacerme ver que nada había cambiado, pero para mí todo era distinto. Empecé a buscar información sobre Elena. Encontré una vieja carta entre los papeles de mi madre: una dirección en Toledo y un número de teléfono.
No lo dudé. Llamé.
—¿Diga? —contestó una voz femenina al otro lado.
—¿Elena? Soy Lucía…
Hubo un silencio largo, tan largo que pensé que había colgado.
—Sabía que este día llegaría —dijo finalmente—. ¿Quieres verme?
Nos citamos en una cafetería cerca del río Tajo. Cuando la vi entrar, supe al instante que era ella: misma nariz recta, mismos ojos verdes. Nos miramos durante unos segundos eternos antes de abrazarnos.
Hablamos durante horas. Me contó cómo fue su embarazo, lo sola que se sintió y cómo Carmen fue su único apoyo. Me enseñó fotos antiguas y me habló de mis abuelos biológicos, ya fallecidos.
Volví a Madrid con el corazón dividido. Por un lado sentía gratitud hacia mis padres adoptivos por haberme criado con amor; por otro, rabia por tantos años de silencio y mentiras.
Las semanas siguientes fueron un torbellino emocional. Mi hermano Sergio apenas me hablaba; decía que estaba exagerando y que nuestros padres solo querían protegerme. Pero yo necesitaba tiempo para asimilarlo todo.
Una tarde discutí con mi madre:
—¿Por qué nunca me lo contasteis? ¿No creíais que tenía derecho a saber quién soy?
—Queríamos protegerte —lloró ella—. Temíamos perderte.
—Pero ahora me siento más lejos que nunca…
Empecé a visitar a Elena los fines de semana. Descubrí costumbres nuevas: su amor por la música clásica, su afición por las novelas históricas… cosas que también estaban en mí y que nunca compartí con Carmen ni Antonio.
Poco a poco fui reconstruyendo mi identidad, mezclando piezas de dos mundos distintos: el hogar cálido pero lleno de secretos donde crecí y las raíces biológicas que apenas empezaba a conocer.
Hoy han pasado cinco años desde aquel día fatídico del arroz con pollo. Mi relación con mis padres adoptivos es más honesta aunque menos inocente; con Elena he construido un vínculo especial basado en la verdad y el respeto mutuo.
A veces me pregunto si habría sido más feliz viviendo en la ignorancia. Pero luego pienso: ¿acaso no merecemos todos saber quiénes somos realmente?
¿Vosotros qué haríais? ¿Buscaríais la verdad aunque doliera o preferiríais vivir con la mentira confortable?