Entre deudas y amor materno: Cuando mi suegra me robó la paz y el tiempo con mi hijo
—Carmen, hija, no sé a quién más acudir… —La voz de Rosario temblaba mientras se aferraba al marco de la puerta. Era una tarde de noviembre, el viento azotaba las ventanas del piso en Vallecas y yo sostenía a mi hijo Lucas, que lloraba sin parar.
No era la primera vez que Rosario venía con problemas, pero nunca la había visto tan derrotada. Mi marido, Manuel, estaba en el trabajo y yo sola tenía que decidir si abría la puerta a su madre… y a sus problemas.
—¿Qué pasa ahora, Rosario? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan cansada como me sentía.
—Me han embargado la pensión. Debo dinero al banco y… Carmen, si no me ayudas, me quedo en la calle. —Sus ojos se llenaron de lágrimas y sentí ese nudo familiar en el estómago: culpa mezclada con rabia.
Miré a Lucas. Tenía apenas dos años y ya había visto más discusiones de las que debería. Mi suegra siempre había sido una presencia constante, a veces demasiado. Desde que murió su marido, se había apoyado en nosotros para todo: facturas, compras, incluso para tomar decisiones que no le correspondían. Pero esta vez era diferente. Esta vez pedía algo que podía destruirnos.
Esa noche, cuando Manuel llegó, le conté lo ocurrido. Se quedó en silencio largo rato, mirando el suelo.
—Es mi madre —dijo al fin—. No podemos dejarla tirada.
—¿Y nosotros? ¿Y Lucas? Apenas llegamos a fin de mes…
—Ya veremos cómo lo hacemos —respondió, pero su voz sonaba hueca.
Las semanas siguientes fueron una pesadilla. Pedimos un préstamo para ayudar a Rosario. Yo tuve que buscar un segundo trabajo limpiando casas por las mañanas antes de ir a la tienda donde ya trabajaba por las tardes. Manuel empezó a hacer horas extra en la obra. Lucas apenas nos veía despiertos.
Rosario se instaló en casa “temporalmente”. Pronto empezó a opinar sobre todo: cómo criaba a Lucas, cómo gastábamos el dinero, incluso cómo debía vestirme para ir a trabajar.
—No entiendo por qué tienes que dejar al niño en la guardería —me decía mientras yo me ponía el abrigo a las seis de la mañana—. Antes las madres se quedaban en casa.
—Antes las madres no tenían que pagar tus deudas —le solté un día, agotada. Se hizo un silencio helado. Rosario se fue a su cuarto y no salió hasta la noche.
La tensión crecía cada día. Manuel intentaba mediar, pero siempre acababa poniéndose de parte de su madre.
—Carmen, entiéndelo… está mayor, está asustada…
—¿Y yo? ¿No estoy asustada? ¿No tengo derecho a estar cansada?
Una tarde, recogí a Lucas antes de tiempo de la guardería. Quería pasar un rato con él, solo los dos. Fuimos al parque y jugamos hasta que se hizo de noche. Cuando llegamos a casa, Rosario me esperaba en el salón.
—¿Dónde estabas? —me interrogó—. El niño tiene que merendar a su hora.
—Estábamos juntos, Rosario. Solo quería estar con mi hijo.
Ella resopló y negó con la cabeza.
Esa noche lloré en silencio mientras Lucas dormía abrazado a mí. Sentía que estaba perdiendo todo: mi tiempo con mi hijo, mi relación con Manuel, mi propia identidad. Vivíamos para pagar una deuda que no era nuestra y para soportar reproches que tampoco merecíamos.
Un domingo por la mañana, durante el desayuno, estallé:
—No puedo más —dije en voz alta—. Esta situación me está matando.
Rosario dejó la taza sobre la mesa con fuerza.
—¡Siempre tan dramática! Si tu madre estuviera en mi lugar, seguro que harías lo mismo.
La miré fijamente.
—No lo sé —admití—. Pero sí sé que no puedo seguir así.
Manuel intentó calmar los ánimos, pero ya era tarde. Aquella tarde salí a caminar sola por Madrid Río. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en irme con Lucas y empezar de cero lejos de todo aquello… pero ¿cómo hacerlo sin dinero ni apoyo?
Los meses pasaron y la deuda apenas bajaba. Rosario seguía en casa, cada vez más dependiente y exigente. Manuel y yo apenas hablábamos si no era para discutir sobre dinero o sobre su madre.
Una noche, mientras preparaba la cena, Lucas vino corriendo y me abrazó fuerte por la cintura.
—Mamá, ¿por qué estás triste?
Me arrodillé para mirarle a los ojos.
—Porque echo de menos cuando éramos solo tú y yo —le susurré.
Él sonrió y me besó la mejilla.
A veces pienso que todo este sacrificio no tiene sentido si pierdo lo más importante: el amor de mi hijo y mi propia paz mental. ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a una misma?