Entre dos fuegos: Mi historia de perdón y familia

—¡No pienso dejar que vuelva a entrar en esta casa, Lucía! —gritó Álvaro, su voz temblando de rabia y miedo. Yo estaba en la cocina, con las manos aún húmedas del agua fría, y sentí cómo el corazón se me encogía. Mi madre, Carmen, acababa de llamar al telefonillo. Llevaba semanas durmiendo en un hostal barato de Lavapiés desde que la despidieron y no tenía a nadie más. Pero para Álvaro, ella era la causa de todas nuestras desgracias.

Me quedé paralizada unos segundos. Recordé la tarde en que todo se rompió: hacía tres años, cuando Carmen, desesperada por ayudarme con la entrada del piso, tomó prestados —sin permiso— los ahorros que Álvaro guardaba para montar su taller. Él nunca pudo perdonarla. Yo intenté mediar, pero la herida se hizo cada vez más grande.

—Álvaro, por favor… —susurré—. Es mi madre. No tiene a dónde ir.

Él me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—¿Y yo qué? ¿Quién pensó en mí cuando me quedé sin nada? ¿Quién me ayudó cuando tuve que volver a trabajar de camarero porque no podía abrir el taller?

No supe qué responderle. Sentí una punzada de culpa. Siempre había intentado justificar a mi madre: “Lo hizo por nosotros”, “No tenía otra opción”, “Ya ha pagado suficiente”. Pero Álvaro no podía olvidar ni perdonar.

El telefonillo volvió a sonar. Me temblaban las manos mientras lo descolgaba.

—¿Lucía? —La voz de mi madre sonaba cansada, derrotada—. ¿Puedo subir?

Miré a Álvaro. Él negó con la cabeza, apretando los labios.

—Mamá… espera un momento —dije, y colgué.

Me apoyé en la pared, sintiendo que el aire me faltaba. ¿Cómo podía elegir entre ellos? ¿Cómo podía pedirle a Álvaro que olvidara lo que había pasado? ¿Cómo podía dejar a mi madre sola?

Esa noche apenas dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj del salón y pensaba en todo lo que habíamos perdido: la confianza, la alegría de los domingos en familia, las cenas llenas de risas. Ahora solo había silencio y reproches.

A la mañana siguiente, encontré a Álvaro sentado en la mesa del comedor, con una taza de café frío entre las manos.

—He estado pensando —dijo sin mirarme—. No quiero que sufra tu madre. Pero no puedo vivir con ella aquí. No después de lo que hizo.

Me senté frente a él, sintiendo un nudo en la garganta.

—¿Y si le buscamos un piso pequeño? Yo puedo ayudarla con algo de dinero…

Él suspiró.

—Haz lo que quieras. Pero yo no quiero verla aquí.

Sentí que algo se rompía dentro de mí. Salí corriendo al portal y llamé a mi madre. Cuando abrió la puerta del hostal, vi lo mucho que había envejecido en estos meses: el pelo más blanco, las manos temblorosas.

—Mamá… —me abracé a ella y lloré como una niña—. Lo siento tanto…

Ella me acarició el pelo.

—No llores, hija. Yo me lo busqué. Solo quería ayudaros… Nunca imaginé que haría tanto daño.

Pasamos horas hablando en una cafetería cercana a Atocha. Le conté el plan del piso pequeño y ella aceptó sin protestar. Pero sus ojos estaban tristes.

—¿Crees que algún día me perdonará Álvaro? —me preguntó con voz baja.

No supe qué decirle. Yo misma no sabía si podría perdonarla del todo algún día.

Durante semanas viví dividida: por las mañanas iba a ver a mi madre y le llevaba comida o le ayudaba con los papeles del paro; por las tardes volvía a casa con Álvaro e intentaba fingir normalidad. Pero nada era igual.

Una tarde de domingo, mientras ponía la mesa para cenar, escuché a Álvaro hablando por teléfono con su hermano Diego:

—No sé qué hacer… La quiero, pero siento que me ha traicionado…

Me asomé al pasillo y vi cómo se tapaba los ojos con la mano libre.

Esa noche me armé de valor y le hablé claro:

—Álvaro, no puedo seguir así. No puedo elegir entre vosotros dos. Os quiero a los dos… pero me estoy rompiendo por dentro.

Él me miró largo rato antes de responder:

—¿Y tú? ¿Tú la has perdonado?

Me quedé callada. No lo sabía. Había días en los que odiaba a mi madre por habernos puesto en esta situación; otros días solo sentía compasión y ganas de abrazarla fuerte.

Pasaron los meses y poco a poco la vida siguió su curso. Mi madre encontró trabajo cuidando a una señora mayor en Chamberí y empezó a rehacer su vida. Álvaro y yo seguimos juntos, pero algo se había perdido para siempre entre nosotros: la inocencia de creer que el amor todo lo puede.

A veces pienso en todo lo que ocurrió y me pregunto si hice lo correcto. ¿Se puede perdonar cualquier cosa por amor? ¿O hay heridas que nunca cicatrizan del todo?

¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar? ¿Es posible reconstruir una familia después de una traición así?