Cuando la familia vuelve a casa: El precio de abrir la puerta
—Mamá, ¿podemos quedarnos contigo un tiempo?— La voz de Pablo, mi hijo, sonaba tensa, casi avergonzada. Era un martes cualquiera, y yo estaba sentada en la cocina, mirando el reloj como cada tarde desde que murió Antonio, mi marido. —Solo hasta que encontremos algo. Nos han echado del piso y el nuevo está atascado con papeles. Dos o tres semanas, te lo prometo.
No dudé. ¿Cómo iba a hacerlo? Pablo es mi único hijo. Desde que se casó con Lucía, apenas venían a verme más que en Navidad o algún cumpleaños. Pero ahora me necesitaban. «Para eso están las madres», pensé, y les dije que sí.
Al día siguiente llegaron con dos maletas, cajas de cartón y una gata dentro de un transportín. El piso, dos habitaciones en Carabanchel, nunca me había parecido tan pequeño. Lucía me abrazó fuerte —gracias, de verdad— y Pablo me besó la frente. Me sentí útil otra vez.
La primera noche fue casi festiva. Pedimos pizza, reímos recordando viejos tiempos y hasta la gata, Lola, se acomodó en el sofá como si siempre hubiera vivido aquí. Pero al amanecer, la realidad se coló entre las cortinas.
—¿Dónde has puesto mi café?— preguntó Lucía desde la cocina.
—En el armario de arriba, donde siempre.— respondí.
—Es que no llego bien… ¿Puedo cambiarlo?
Asentí, aunque por dentro sentí una punzada. Era mi casa, mis costumbres, pero ahora todo parecía negociable.
Los días pasaron y el espacio se encogía. Pablo trabajaba desde el salón con su portátil; Lucía hacía videollamadas en mi dormitorio porque «tiene mejor luz». Yo me refugiaba en el baño o salía a pasear más de lo habitual. La gata arañaba mis cortinas y el olor a comida diferente llenaba la casa.
Una tarde escuché a Lucía hablando por teléfono:
—No sé cuánto más vamos a estar aquí… Es incómodo para todos. La suegra es maja pero… ya sabes.
Me dolió. No era mi culpa que su alquiler se hubiera torcido. Empecé a sentirme una extraña en mi propio hogar.
Las discusiones no tardaron en llegar. Un domingo por la mañana, Pablo entró en la cocina mientras yo preparaba tortilla:
—Mamá, ¿puedes no usar tanto aceite? Lucía está intentando comer más sano.
—Toda la vida he hecho la tortilla así.— respondí, conteniendo las lágrimas.
—Ya, pero ahora somos tres. Hay que adaptarse un poco.
Me mordí la lengua. ¿Adaptarme? ¿En mi propia casa?
Las noches eran peores. Oía susurros tras la puerta cerrada del dormitorio: «Tu madre no entiende…», «Es solo por unas semanas más…». Yo me tapaba los oídos con la almohada y recordaba cuando Pablo era pequeño y venía a mi cama después de una pesadilla.
Una tarde, al volver del mercado, encontré mis cosas del baño amontonadas en una caja.
—He hecho sitio para nuestras cosas.— dijo Lucía sin mirarme.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Tanto estorbaba yo?
El plazo de dos semanas se convirtió en un mes. Luego en seis semanas. Cada día preguntaba con cautela:
—¿Hay noticias del piso nuevo?
Siempre había excusas: «El banco retrasa los papeles», «El casero no responde».
Una noche exploté. Estábamos cenando los tres en silencio cuando solté:
—Esto no puede seguir así. Necesito mi espacio. Vosotros también lo necesitáis.
Pablo me miró como si no me reconociera:
—¿Nos estás echando?
—No… pero tampoco puedo vivir así mucho más tiempo.
Lucía dejó los cubiertos y se fue al dormitorio sin decir palabra.
Esa noche no dormí. Me sentí mala madre, egoísta y sola. Recordé los sacrificios de mi madre por mí y pensé que quizá yo era más débil.
Al día siguiente Pablo me abrazó:
—Perdona, mamá. No queríamos molestarte tanto tiempo. Mañana vamos a ver otro piso.
No dije nada. Solo asentí y le acaricié el pelo como cuando era niño.
Finalmente se fueron dos semanas después. El piso quedó en silencio absoluto. Me senté en el sofá y lloré largo rato: de alivio, de tristeza y de culpa.
Ahora paso las tardes mirando la puerta, esperando un mensaje o una visita que rara vez llega. Me pregunto si hice bien abriéndoles la puerta o si debí poner límites desde el principio.
¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Es egoísta pedir espacio propio cuando los hijos ya son adultos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?