Mi nuera no sabe ni hacer una infusión: confesiones de una suegra española
—¿Otra vez has pedido comida a domicilio, Lucía? —pregunté, intentando que mi voz no temblara, mientras el olor a pizza industrial llenaba el salón. Álvaro, mi hijo, ni siquiera levantó la mirada del móvil. Lucía se encogió de hombros, con esa indiferencia que me desarma.
No era así como imaginé la vida de mi hijo. Yo, Carmen, nacida en Toledo y criada entre pucheros y domingos de cocido, siempre soñé con una familia grande, ruidosa y unida. Cuando Álvaro me presentó a Lucía, pensé que sería una hija más. Pero desde el primer día sentí el frío de su distancia, la falta de interés por las cosas que para mí eran sagradas: la mesa puesta, el olor a guiso, el calor del hogar.
Recuerdo la primera vez que vinieron a comer a casa después de casarse. Preparé mi mejor tortilla de patatas y una fabada que olía a infancia. Lucía apenas probó bocado. «No suelo comer legumbres», dijo, apartando el plato con una sonrisa forzada. Álvaro me miró con esa mezcla de vergüenza y súplica que sólo una madre reconoce. Me tragué el orgullo y cambié de tema, pero algo se rompió en mí.
Con el tiempo, las visitas se hicieron más escasas. Álvaro empezó a venir solo, cada vez más delgado y cansado. «¿No comes bien en casa?», le pregunté un domingo mientras le servía un plato rebosante de lentejas. Él bajó la voz:
—Mamá, Lucía no sabe cocinar… Y tampoco le interesa aprender. Siempre está liada con el trabajo o sale con sus amigas. Yo… no quiero discutir.
Sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿En qué momento la comida dejó de ser un acto de amor? ¿Cuándo se volvió normal vivir a base de comida rápida y microondas? Intenté hablar con Lucía, ofrecerle recetas, invitarla a cocinar juntas los sábados. Siempre tenía una excusa: «Tengo mucho trabajo», «No se me da bien», «Ya lo intentaré otro día».
La situación fue empeorando. Álvaro empezó a perder la alegría. Venía a casa con frecuencia, pero siempre se iba rápido, como si tuviera miedo de quedarse demasiado tiempo lejos de su piso vacío. Una tarde lo encontré llorando en la cocina.
—No sé qué hacer, mamá —me confesó—. Siento que no tengo hogar. Con Lucía todo es frío, todo es rápido… Echo de menos cuando éramos una familia.
Me dolió escucharlo. Sentí que había fallado como madre. ¿No era mi deber asegurarme de que mi hijo fuera feliz? ¿Debía intervenir o respetar su vida adulta? La duda me carcomía por dentro.
Un día decidí invitar a Lucía a tomar un café, solo las dos. Quería entenderla, tenderle la mano.
—Lucía —le dije—, sé que no te gusta cocinar, pero para Álvaro es importante… Para mí también lo es. No se trata solo de comida, sino de compartir momentos, de cuidar unos de otros.
Ella me miró con cansancio:
—Carmen, yo no soy como tú. No quiero pasarme la vida entre fogones. Trabajo muchas horas y cuando llego a casa solo quiero descansar. Álvaro lo sabe desde el principio.
—Pero él no está bien… —insistí—. Se siente solo.
Lucía suspiró:
—Quizá deberías dejarle vivir su vida. No todos necesitamos lo mismo para ser felices.
Salí de aquel café con el corazón encogido. ¿Era yo la que estaba equivocada? ¿Estaba imponiendo mis valores a una generación distinta? Pero luego veía a Álvaro y su tristeza me confirmaba que algo no iba bien.
Las discusiones en casa aumentaron. Mi marido, Antonio, me pedía que no me metiera tanto:
—Carmen, déjales espacio. Los jóvenes ahora son diferentes.
Pero yo no podía quedarme al margen mientras veía a mi hijo apagarse poco a poco.
Un domingo decidí preparar una comida especial e invité a los dos. Puse la mesa con esmero, saqué la vajilla buena y cociné como si fuera Navidad. Cuando llegaron, el ambiente era tenso. Durante la comida apenas hablaron. Al final, Lucía se levantó antes del postre:
—Gracias por la comida, Carmen —dijo sin mirarme—. Pero tenemos que irnos.
Álvaro se quedó unos minutos más. Me abrazó fuerte y susurró:
—Gracias por intentarlo, mamá.
Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Sentí que perdía a mi hijo y que la familia que tanto había cuidado se desmoronaba delante de mis ojos.
Desde entonces he intentado aceptar que los tiempos cambian y que cada uno busca la felicidad a su manera. Pero no puedo evitar preguntarme: ¿Dónde quedó el calor del hogar? ¿Es posible construir una familia sin compartir mesa ni tradiciones?
A veces me despierto en mitad de la noche y me hago la misma pregunta: ¿He sido demasiado exigente o simplemente soy una madre que no sabe dejar ir? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?