El día que la suerte tocó a la puerta de Carmen

—¡No me lo puedo creer, Carmen! ¿De verdad piensas que ese décimo es tuyo? —La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la cocina recién reformada.

Yo apreté el billete entre mis dedos arrugados, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. Había comprado ese décimo en la administración de la Plaza Mayor, como cada jueves después del mercado. Era mi pequeño ritual desde que enviudé. Pero ahora, con los números premiados bailando ante mis ojos y ochenta y cinco millones de euros en juego, mi familia parecía transformada.

—Lucía, hija, yo solo quiero compartirlo con vosotros. No quiero problemas —intenté razonar, pero ella ya no escuchaba.

—¡Compartir! —soltó una carcajada amarga—. ¡Si no fuera por nosotros, seguirías en ese piso viejo de Vallecas! Esta casa la compraste porque te lo aconsejé yo. Y ahora pretendes que te quedes con todo… ¡No tienes vergüenza!

Mateo, mi hijo, miraba al suelo. Siempre tan callado cuando más falta hacía su voz. Mi nieta Paula se asomó desde el pasillo, con los ojos grandes y asustados.

—Mamá, ¿por qué gritas a la abuela?

Lucía la ignoró y se acercó a mí, los ojos encendidos.

—Mira, Carmen. O firmas ahora mismo el traspaso de la casa y el dinero, o te largas. Aquí no pintas nada. Ya has vivido bastante. ¿Por qué no te vas a una residencia y nos dejas vivir tranquilos?

Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo podía ser que mi propia familia me hablara así? Recordé las tardes de domingo cocinando cocido madrileño para todos, las Navidades apretados en torno a la mesa, los veranos en Benidorm con los nietos chapoteando en la playa…

—¿De verdad me estáis echando? —mi voz salió temblorosa.

Mateo levantó la cabeza por fin, pero solo para decir:

—Mamá… es lo mejor para todos. Lucía tiene razón.

No sé cómo llegué a la puerta. Solo recuerdo el portazo y el frío de la calle. Caminé sin rumbo hasta el Retiro, donde me senté en un banco bajo los castaños. El billete seguía en mi mano, arrugado pero intacto.

A mi alrededor, la vida seguía: niños corriendo tras las palomas, parejas paseando de la mano, jubilados jugando al dominó bajo el sol de Madrid. Pensé en llamar a mi hermana en Salamanca, pero no quería preocuparla. Saqué el móvil y miré la foto de Paula vestida de flamenca en la feria del colegio. Se me escapó una lágrima.

¿De qué sirve el dinero si te quedas sola? ¿En qué momento dejamos que el egoísmo pese más que los recuerdos compartidos?

Quizá mañana vuelva a intentarlo con Mateo. O quizá busque un piso pequeño cerca del río y empiece de nuevo. Pero esta noche, bajo las luces tenues del parque, solo puedo preguntarme: ¿vale la pena sacrificarlo todo por un puñado de billetes? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?