A los sesenta, el amor me sorprendió en la Plaza Mayor

—Mamá, ¿de verdad vais cogidos de la mano por la calle? —La voz de mi hija Lucía retumbó en el salón, tan afilada como el cuchillo con el que cortaba el pan para la cena.

Me quedé quieta, con las manos húmedas por el agua del grifo. Miré a Lucía y luego a mi hijo, Álvaro, que fingía mirar el móvil pero no podía ocultar su incomodidad. Sentí cómo el aire se volvía denso, como si la casa entera se encogiera para observarme.

—¿Y qué tiene de malo? —respondí, intentando que mi voz no temblara.

Lucía bufó. —Mamá, tienes sesenta años. Él tampoco es un chaval. ¿No os da vergüenza ir así por Madrid? La gente os mira.

Me mordí el labio. No era la primera vez que salía este tema desde que Tomás apareció en mi vida. Pero cada vez dolía igual. Quizá más.

Nunca fui una mujer romántica. Mi vida había sido otra cosa: facturas, trabajo en la gestoría, listas de la compra, cenas rápidas y silencios eternos con mi exmarido, Antonio. Veintisiete años juntos y ni una sola vez sentí lo que sentí aquella tarde en la Plaza Mayor.

Era un martes cualquiera. Había ido a comprar queso manchego para la cena y me detuve a mirar a los músicos callejeros. Tomás estaba allí, con su bastón y su sonrisa torcida. Me preguntó si sabía bailar chotis. Reí. Le dije que no, pero que podía intentarlo. Y bailamos. En medio de turistas y palomas, sentí que algo dentro de mí se encendía después de décadas apagado.

Desde entonces, Tomás y yo paseamos por Madrid cogidos de la mano. Vamos al Retiro, tomamos café en La Latina, discutimos sobre política y fútbol como dos adolescentes testarudos. Me llama «mi valiente» y yo le digo «cabezota». Nos reímos mucho. A veces lloramos también.

Pero mis hijos… Ellos no entienden. Para ellos, soy su madre: la mujer que siempre estuvo ahí, invisible, resolviendo problemas y apagando fuegos sin pedir nada a cambio. No pueden concebir que yo también tenga derecho a enamorarme, a sentirme deseada, a vivir algo nuevo.

—¿Y papá? —preguntó Álvaro una noche—. ¿No piensas en él?

—Claro que pienso —le respondí—. Pero tu padre y yo ya no éramos felices juntos. No éramos nada más que dos desconocidos compartiendo techo y facturas.

Lucía se levantó bruscamente de la mesa.

—No lo entiendo, mamá. ¿No te da miedo hacer el ridículo?

Me dolió. Mucho más de lo que quise admitir. Pero también sentí rabia. ¿Por qué tenía que esconderme? ¿Por qué una mujer de mi edad no podía enamorarse? ¿Por qué el amor era solo para los jóvenes?

Una tarde, mientras paseábamos por el barrio de Malasaña, Tomás me apretó la mano.

—¿Te molesta lo que diga la gente? —me preguntó.

—A veces —admití—. Sobre todo lo que dicen mis hijos.

Tomás suspiró.

—Yo perdí a mi mujer hace diez años. Mis hijas tampoco aceptaron al principio que yo quisiera rehacer mi vida. Pero al final entendieron que la soledad pesa más que el qué dirán.

Me quedé pensando en sus palabras mientras veíamos caer la tarde sobre Madrid. Recordé las noches vacías tras el divorcio: el eco de mis pasos en el piso silencioso, las cenas frente al televisor, las llamadas breves de mis hijos solo para preguntar si necesitaba algo del supermercado.

Ahora tenía a Tomás. Tenía risas, paseos, discusiones acaloradas sobre si el Atleti o el Real Madrid jugaban mejor. Tenía ganas de arreglarme para salir, de probar nuevos restaurantes, de aprender a bailar aunque me pisara los pies.

Pero también tenía miedo: miedo al rechazo de mis hijos, miedo a convertirme en motivo de burla entre los vecinos del barrio, miedo a perder lo poco que había construido tras el divorcio.

Una noche, Lucía vino a casa llorando. Su novio la había dejado por otra más joven.

—¿Por qué siempre nos dejan cuando más los necesitamos? —sollozó.

La abracé fuerte y sentí su dolor como propio. Entonces comprendí que el amor no tiene edad ni lógica ni garantías. Que todos estamos expuestos al abandono y al ridículo, pero también a la esperanza y a la alegría inesperada.

—¿Sabes qué me dijo Tomás cuando le conté lo nuestro? —le susurré—. Que nunca es tarde para volver a empezar.

Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas y algo en su expresión cambió. No sé si fue comprensión o resignación, pero por primera vez no sentí juicio en su mirada.

Hoy sigo paseando con Tomás por Madrid cogidos de la mano. Algunos nos miran raro; otros sonríen con complicidad. Mis hijos aún luchan por aceptar mi felicidad, pero poco a poco van entendiendo que no soy solo su madre: soy una mujer con derecho a sentir y vivir.

A veces me pregunto: ¿por qué nos cuesta tanto aceptar la felicidad ajena cuando no encaja en nuestros esquemas? ¿No merecemos todos una segunda oportunidad, aunque sea a los sesenta años?