A los setenta, mi abuelo se casa con la vecina: el día que la familia se rompió
—¿Cómo puedes hacerme esto, abuelo? —le grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras él recogía sus cosas del salón.
No me miró. Ni siquiera se inmutó. Solo siguió metiendo camisas en una bolsa de El Corte Inglés, como si estuviera preparando un viaje cualquiera y no huyendo de su propia familia.
Me llamo Lucía. Tengo treinta y dos años y crecí en un piso antiguo de Chamberí, rodeada de los olores a cocido de mi abuela Carmen y los consejos de mi abuelo Ramón. Siempre pensé que éramos una familia normal, incluso feliz. Hasta que todo se vino abajo.
La muerte de mi abuela fue como un terremoto. Recuerdo el silencio en casa, el olor a flores marchitas y el sonido constante del teléfono. Todos estábamos rotos, pero sobre todo él. Mi abuelo dejó de hablar, de comer, de salir a pasear por el Retiro. Se convirtió en una sombra.
Pero entonces apareció Mercedes, la vecina del cuarto. Siempre había sido amable, sí, pero nunca imaginé que acabaría entrando en nuestra vida como un huracán. Empezó trayendo tuppers de lentejas, luego le acompañaba a la farmacia, después a misa… Y cuando apenas habían pasado seis meses desde el entierro, nos soltó la bomba:
—Me voy a casar con Mercedes.
Mi madre se echó a llorar. Mi tío Paco se levantó de la mesa y salió dando un portazo. Yo solo pude quedarme sentada, mirando a mi abuelo como si fuera un desconocido.
—¿Pero cómo puedes hacer esto? —le pregunté días después—. ¿No te importa lo que piense la familia? ¿No te acuerdas de la abuela?
Él me miró por fin, con los ojos llenos de una tristeza que no había visto nunca.
—Lucía, llevo toda la vida cuidando de vosotros. Ahora necesito que alguien me cuide a mí.
No supe qué responderle. Me sentí egoísta por exigirle fidelidad eterna a una tumba, pero también traicionada. ¿Acaso el amor se puede reemplazar tan rápido?
Las cosas fueron a peor. Mi abuelo dejó de venir a las comidas familiares. No contestaba a los mensajes ni cogía el teléfono. Un día fui a buscarle a su piso y encontré la puerta cerrada con llave. Mercedes me abrió apenas unos centímetros.
—Ramón está descansando —dijo con voz seca—. No quiere ver a nadie.
—Soy su nieta —le respondí, intentando no llorar—. Solo quiero hablar con él.
—Ahora tiene otra familia —me dijo antes de cerrar la puerta en mis narices.
Salí al portal temblando de rabia. ¿Otra familia? ¿Después de todo lo que habíamos pasado juntos?
Las semanas pasaron y los rumores empezaron a circular por el barrio: que si Mercedes le había convencido para cambiar el testamento, que si le tenía controlado, que si no le dejaba vernos… Mi madre se consumía de preocupación y mi tío Paco hablaba de denunciarla por manipulación.
Yo solo quería recuperar al abuelo que me llevaba al Rastro los domingos y me enseñaba a jugar al mus en el bar de la esquina. Pero cada intento era en vano.
Una tarde de otoño, decidí esperarle en la puerta del supermercado donde solía comprar el pan. Cuando le vi salir, encorvado pero elegante como siempre, me acerqué corriendo.
—Abuelo, por favor… —le supliqué—. Solo quiero hablar contigo cinco minutos.
Me miró con una mezcla de ternura y cansancio.
—Lucía, hija, déjame vivir lo que me queda en paz —susurró—. No quiero más peleas ni reproches.
—¿Y nosotros? ¿Ya no te importamos?
Se le humedecieron los ojos.
—Os he querido más que a nada en este mundo. Pero ahora necesito pensar en mí.
Me abrazó brevemente y se marchó despacio, dejando tras de sí un vacío imposible de llenar.
Desde entonces no hemos vuelto a saber nada de él. Las Navidades pasaron sin su risa ni sus historias de juventud en Salamanca. Mi madre pone su foto en la mesa cada domingo y mi tío Paco sigue maldiciendo el nombre de Mercedes.
A veces me pregunto si fui demasiado dura con él o si simplemente no supe entender su soledad. ¿Es egoísmo querer rehacer tu vida cuando todos esperan que sigas siendo el pilar inquebrantable? ¿O es egoísmo nuestro exigirle que siga siendo solo nuestro abuelo?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Se puede perdonar una traición así o es solo miedo a quedarnos solos los que nos hace juzgarle?