Abuela de Todos, Menos de Mis Hijos: El Dolor de Sentirse Segunda
—¿Por qué siempre tienes tiempo para los hijos de los demás, mamá? —le pregunté una tarde de domingo, con la voz quebrada y las manos temblando sobre la mesa de formica de su cocina. El aroma a café recién hecho no lograba tapar el sabor amargo que sentía en la boca.
Carmen, mi madre, ni siquiera levantó la vista del periódico. Sus gafas descansaban en la punta de la nariz y sus labios apretados formaban una línea fina, como si cada palabra que yo decía fuera una gota más en un vaso a punto de rebosar.
—Ya te lo he dicho, Lucía. Estoy cansada. He pasado toda mi vida cuidando niños. Ahora necesito mi espacio —respondió, con esa frialdad que sólo las madres españolas saben usar cuando quieren cerrar una conversación.
Pero yo no podía dejarlo ahí. No después de semanas intentando cuadrar horarios imposibles entre mi trabajo en la farmacia y los turnos de mi marido, Andrés, en el hospital. No después de ver cómo mi madre recogía cada mañana a los hijos de la señora Pilar, la vecina del tercero, para llevarlos al parque mientras mis propios hijos se quedaban con una cuidadora desconocida.
—¿Y tus nietos? ¿No merecen también tu tiempo? —insistí, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me subían por la garganta.
Carmen suspiró y dejó el periódico sobre la mesa. Me miró por fin, con esos ojos grises que tantas veces me habían consolado de niña, pero que ahora parecían dos piedras frías.
—Lucía, no es lo mismo. Con los niños de fuera hay distancia. No me implico tanto. Con tus hijos… sería diferente. No quiero volver a sentirme atrapada —dijo, bajando la voz hasta casi un susurro.
Me quedé callada. ¿Atrapada? ¿Por nosotros? ¿Por mí? Recordé entonces las tardes eternas de mi infancia, cuando mi madre llegaba agotada del trabajo y apenas tenía fuerzas para preguntarme cómo me había ido en el colegio. Recordé también las noches en las que la oía llorar en silencio en el baño, pensando que nadie la escuchaba.
Pero ahora era diferente. Ahora podía elegir. Y había elegido a otros niños antes que a sus propios nietos.
La conversación quedó flotando en el aire como una nube negra. Salí de su casa con el corazón encogido y la sensación de haber perdido algo irrecuperable.
Durante semanas intenté entenderla. Hablé con mi hermana Marta, que vive en Valencia y sólo viene a Madrid en Navidad.
—Mamá siempre ha sido así, Lucía. No le pidas lo que no puede dar —me dijo por teléfono una noche, mientras yo preparaba la cena y mis hijos peleaban por el mando de la tele.
Pero yo no podía resignarme tan fácilmente. Empecé a observar a mi madre desde lejos: cómo reía con los niños ajenos en el parque, cómo les preparaba bocadillos de nocilla y les contaba historias inventadas. Sentí celos. Celos de esos niños que recibían el cariño y la atención que yo tanto había añorado de pequeña y que ahora mis hijos tampoco tendrían.
Un día, mientras recogía a mis hijos del colegio, vi a Carmen sentada en un banco con Sofía y Mateo, los hijos de Pilar. Sofía le acariciaba el pelo y Carmen le sonreía como nunca me había sonreído a mí. Me acerqué sin pensar y le pregunté directamente:
—¿Por qué puedes quererlos a ellos y no a nosotros?
Carmen se quedó muda. Los niños me miraron asustados. Sentí que había cruzado una línea invisible.
Esa noche recibí un mensaje suyo: «No es cuestión de querer más o menos. Es cuestión de sobrevivir».
No dormí en toda la noche. Pensé en todas las mujeres de su generación: madres agotadas, abuelas obligadas a ser eternas cuidadoras sin descanso ni reconocimiento. ¿Era justo pedirle más? ¿O era yo egoísta por querer que reparara conmigo lo que no pudo darme antes?
Las semanas pasaron y aprendí a organizarme sin ella. Contraté a una chica rumana, Elena, que cuidaba a mis hijos con dulzura y paciencia. Pero cada vez que veía a Carmen en el parque con otros niños sentía una punzada en el pecho.
Un día, mi hija pequeña, Paula, me preguntó:
—Mamá, ¿por qué la abuela no viene nunca a casa?
No supe qué responderle. Le mentí diciendo que estaba ocupada, pero sentí que algo se rompía dentro de mí.
La Navidad llegó y Marta vino con sus hijos. La casa se llenó de risas y gritos infantiles. Carmen vino a cenar pero se mantuvo distante, como si estuviera presente sólo por obligación.
Después de cenar, cuando todos dormían, me acerqué a ella en la cocina.
—Mamá, ¿alguna vez te has arrepentido de ser madre?
Carmen me miró largo rato antes de responder:
—No me arrepiento de vosotras. Me arrepiento de no haber sabido ser feliz siendo madre.
Lloramos juntas por primera vez en años. No resolvimos nada, pero al menos compartimos el dolor.
Hoy sigo sin entender del todo su decisión. Pero he aprendido que cada mujer arrastra sus propias heridas y que a veces el amor no basta para curarlas todas.
¿Es justo exigirle a una madre o abuela que lo dé todo cuando quizá nunca tuvo nada para sí misma? ¿O deberíamos aprender a perdonar y buscar nuestro propio camino sin esperar lo imposible?