Años Lejos de Casa: Todo por Ellos, Nada para Mí

—¿De verdad, mamá? ¿No puedes quedarte en un hotel?— La voz de Lucía, mi hija mayor, retumbó en el pasillo del piso que le compré hace años en Chamberí. Sentí cómo el frío de Madrid en enero se colaba por la rendija de la puerta, pero lo que más helaba era su mirada.

Me quedé quieta, con la maleta aún en la mano. Había cruzado medio mundo desde México, donde trabajé durante veinte años como enfermera interna para una familia acomodada. Cada euro que ganaba lo enviaba a España: primero para pagar la hipoteca de la casa de mis padres en Toledo, luego para comprarle un piso a Lucía cuando empezó la universidad, y más tarde otro a mi hijo pequeño, Sergio, en Getafe. Siempre pensé que algún día volvería y tendría un sitio en sus vidas. Pero ahora, frente a mi hija, sentía que era una extraña.

—No es por ti, mamá… Es que tengo mucho lío con el trabajo y… bueno, ya sabes cómo es esto— balbuceó Lucía, sin mirarme a los ojos. Detrás de ella, su pareja, Álvaro, ni siquiera se molestó en saludarme.

Recordé las noches en las que me llamaba llorando porque no podía con los exámenes o porque se sentía sola en Madrid. Yo le mandaba dinero para que pudiera salir con sus amigas o comprarse algo bonito. Ahora parecía que todo eso había sido un sueño lejano.

—No te preocupes— respondí, forzando una sonrisa—. Me voy a casa de Sergio.

Pero Sergio no contestó al teléfono esa noche. Ni esa ni las siguientes. Cuando por fin logré hablar con él, su voz sonaba tensa.

—Mamá, es que tengo a unos amigos quedándose en casa… ¿Por qué no te vas a un hostal? Si total, vas a estar solo unos días…

Unos días. Veinte años fuera y solo merecía unos días. Me senté en un banco de la Gran Vía y miré las luces de la ciudad. Todo seguía igual y, sin embargo, nada era lo mismo.

Pensé en mi madre, cómo lloró cuando le dije que me iba a México porque aquí no encontraba trabajo estable. Pensé en los cumpleaños de mis hijos que me perdí, en las Navidades sola frente a una videollamada. Pensé en las veces que soñé con volver y abrazarlos.

Al día siguiente fui al piso de Lucía a dejarle unas cosas que había traído de México: una mantilla bordada para ella y una guitarra para Sergio. Nadie abrió la puerta. Dejé los regalos en el felpudo y bajé las escaleras despacio.

En el bar de la esquina pedí un café solo y escuché sin querer la conversación de dos señoras mayores.

—Mi hijo se fue a Alemania y ahora ni llama— decía una—. Pero yo sé que lo hace por nosotros.

¿De verdad lo saben? ¿O solo lo esperan? ¿Y si al final todo ese sacrificio solo sirve para alejarnos más?

Esa noche dormí en un hostal barato cerca de Atocha. La habitación olía a humedad y las paredes eran tan finas que escuchaba los ronquidos del vecino. Lloré en silencio, preguntándome si alguna vez volvería a sentirme parte de algo.

Pasaron los días y nadie llamó. Ni Lucía ni Sergio. Solo recibí un mensaje frío: “Mamá, avísanos cuando te vayas”.

Me fui al pueblo donde crecí, buscando consuelo entre las calles empedradas y los recuerdos de infancia. Allí encontré a Carmen, mi amiga de toda la vida.

—¿Y tus hijos?— preguntó ella mientras tomábamos café en su cocina.

—No tienen tiempo para mí— respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Carmen me abrazó fuerte.

—A veces creemos que darlo todo es suficiente… pero los hijos necesitan más que casas y dinero. Necesitan presencia.

Sus palabras me dolieron como un puñal porque sabía que tenía razón. Yo había dado todo menos mi tiempo. Y ahora era tarde para recuperarlo.

Una tarde decidí llamar a Lucía una vez más.

—Hija… ¿Podemos vernos? Solo quiero hablar contigo.

Su respuesta fue seca:

—Estoy muy liada, mamá. Ya te llamaré yo.

Colgué el teléfono y salí a caminar por el campo. El aire frío me despejó la mente y sentí una mezcla de rabia y tristeza.

¿De qué sirve sacrificarlo todo si al final te quedas sola? ¿Merece la pena perderse la vida de tus hijos por darles una vida mejor?

Ahora escribo estas líneas desde la casa vacía de mis padres, rodeada de fotos antiguas y silencios largos. Me pregunto si algún día mis hijos entenderán lo que hice por ellos o si siempre seré una extraña en sus vidas.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible recuperar el tiempo perdido o hay heridas que nunca sanan?