Bajo la piel: La historia de Lucía en la sombra de su matrimonio

—¡Otra vez, Lucía! ¿Es que no puedes tener más cuidado? —La voz de Fernando retumbó en la cocina mientras los pedazos de la taza rodaban por el suelo. Me quedé paralizada, con el corazón golpeando en el pecho. No era la primera vez que un pequeño accidente se convertía en una tormenta. Pero esa mañana, mientras recogía los trozos de cerámica, sentí algo distinto: una punzada de claridad, como si por fin viera mi vida desde fuera.

Llevábamos quince años casados. Desde fuera, éramos la pareja perfecta: dos hijos, un piso luminoso en Chamberí, vacaciones en la costa de Cádiz y cenas con amigos los sábados. Pero dentro de esas paredes blancas, el aire se volvía denso cada día. Fernando y yo habíamos dejado de hablarnos más allá de lo imprescindible. Las discusiones eran rutinarias: por la compra, por los niños, por cualquier nimiedad. Y cuando no discutíamos, el silencio era aún peor.

—Mamá, ¿estás bien? —preguntó Paula, mi hija mayor, asomándose a la puerta con su pijama de rayas.

—Sí, cariño. Solo ha sido una taza —le respondí forzando una sonrisa.

Pero no era solo una taza. Era la grieta que recorría mi vida desde hacía años. Me preguntaba cuándo había empezado todo. Quizá fue cuando Fernando perdió su trabajo en el banco y empezó a pasar más tiempo en casa, irritable y distante. O tal vez fue antes, cuando yo dejé mi trabajo como profesora para cuidar a los niños y nunca volví a sentirme dueña de mi tiempo.

—¿Vas a quedarte ahí toda la mañana? —Fernando me miró con desdén desde el umbral.

—No, ya termino —contesté bajando la mirada.

A veces me preguntaba si él también sentía esa asfixia. Pero nunca lo hablábamos. En nuestra familia, como en tantas otras, los problemas se barrían bajo la alfombra. Mi madre siempre decía: «Lucía, los trapos sucios se lavan en casa». Pero ¿qué pasa cuando la casa se convierte en una prisión?

Esa tarde llevé a los niños al parque del Retiro. Mientras Paula y Diego jugaban al fútbol con otros niños, me senté en un banco junto a Carmen, una vecina del bloque.

—Te veo cansada —me dijo Carmen con esa sinceridad madrileña que a veces incomoda.

—No duermo bien —admití.

—¿Es por Fernando?

La miré sorprendida. Nadie solía preguntar tan directo.

—No sé… últimamente discutimos mucho —confesé bajando la voz.

—Lucía, no eres la única. Yo también paso por lo mismo con Javier. Pero hay días que pienso: ¿y si me marchara? ¿Y si empezara de cero?

Me quedé pensando en sus palabras todo el camino de vuelta a casa. ¿Y si yo también pudiera empezar de cero? Pero luego veía a mis hijos dormidos y sentía un nudo en el estómago. ¿Sería egoísta romper la familia? ¿O lo era seguir fingiendo?

Esa noche, después de cenar, Fernando y yo nos cruzamos en el pasillo como dos extraños.

—¿Has pagado la luz? —preguntó sin mirarme.

—Sí —respondí seca.

—Bien —dijo antes de encerrarse en el despacho.

Me apoyé contra la pared y sentí las lágrimas subir sin control. No podía seguir así. Al día siguiente decidí buscar ayuda. Llamé a Teresa, mi hermana pequeña, que vivía en Salamanca.

—Lu, tienes que pensar en ti —me dijo al teléfono—. No puedes vivir toda la vida esperando que cambie algo que no va a cambiar solo.

Pero el miedo era más fuerte que el deseo de libertad. Miedo al qué dirán, miedo a estar sola, miedo a hacer daño a mis hijos. En España todavía pesa mucho el estigma del divorcio, sobre todo entre las madres del colegio y la familia tradicional.

Un domingo por la tarde, durante una comida familiar en casa de mis padres en Pozuelo, mi madre me miró fijamente mientras recogía los platos.

—Estás muy delgada, hija. ¿Va todo bien con Fernando?

Quise decirle que no, que nada iba bien. Pero solo asentí y seguí fregando los platos mientras escuchaba a mi padre hablar del Real Madrid con Fernando como si nada pasara.

Esa noche soñé que corría por las calles vacías de Madrid bajo una lluvia torrencial. Corría y corría hasta quedarme sin aliento, pero no lograba llegar a ningún sitio. Al despertar, supe que tenía que hacer algo antes de perderme del todo.

Empecé a escribir un diario por las noches cuando todos dormían. Allí volqué mis miedos, mis deseos y mis recuerdos de cuando era feliz. Poco a poco fui recuperando mi voz interior. Un día me atreví a decirle a Fernando:

—Tenemos que hablar.

Él me miró con fastidio.

—¿Otra vez? ¿Ahora qué pasa?

—No soy feliz —dije temblando—. Y creo que tú tampoco lo eres.

Por primera vez en años vi un atisbo de vulnerabilidad en sus ojos. Se sentó frente a mí y durante horas hablamos sin gritar ni reprocharnos nada. Hablamos del miedo, del cansancio y del amor que se había ido desvaneciendo sin darnos cuenta.

No fue fácil tomar decisiones después de aquella conversación. Decidimos darnos un tiempo y buscar ayuda profesional. Los niños lo notaron enseguida; Paula me abrazó fuerte una noche y me susurró:

—Mamá, quiero verte feliz.

Hoy escribo estas líneas desde un pequeño estudio que alquilé cerca del parque del Oeste. A veces me siento sola y asustada, pero también libre y viva por primera vez en mucho tiempo. Veo a mis hijos cada día y trato de reconstruir mi vida poco a poco.

¿Es posible volver a empezar después de tantos años viviendo bajo la sombra del miedo? ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas tras las paredes de un matrimonio aparentemente perfecto? Quizá compartir mi historia ayude a otras a encontrar su propia voz.