Café Amargo: Dos Semanas con el Hermano de Mi Marido

—¡Levántate y hazme un café!—. La voz de Tomás retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Eran las ocho de la mañana de un sábado, y yo apenas había abierto los ojos. Miré a mi marido, Sergio, esperando que él dijera algo, que pusiera límites, pero solo se encogió de hombros y murmuró: —Es mi hermano, Lucía, no pasa nada—.

Pero sí pasaba. Lo que iba a ser un fin de semana familiar se había convertido en una invasión. Tomás había llegado el viernes por la tarde con una mochila y una sonrisa forzada, diciendo que nos echaba de menos y que necesitaba pasar tiempo con nosotros. Yo, ingenua, preparé su habitación de invitados y organicé una cena especial. No sabía que ese sería solo el principio de dos semanas que pondrían a prueba mi paciencia, mi matrimonio y mi propia identidad.

El primer día fue incómodo pero soportable. Tomás hablaba sin parar de sus problemas en el trabajo, de cómo nadie le entendía, de lo injusta que era la vida en Madrid. Sergio le escuchaba con atención, como si fuera el hermano pequeño que necesitaba protección. Yo intentaba participar, pero cada vez que abría la boca, Tomás me interrumpía o cambiaba de tema. Me sentí invisible en mi propia casa.

La segunda noche, mientras recogía los platos, escuché a Tomás decirle a Sergio:

—Tío, menos mal que te tengo a ti. Si no fuera por ti, estaría perdido. ¿Te acuerdas cuando éramos críos y mamá nos dejaba solos? Tú siempre me cuidabas—.

Sergio sonrió con nostalgia y yo sentí una punzada de celos. ¿Dónde quedaba yo en esa ecuación? ¿Por qué nadie me preguntaba cómo estaba?

Los días pasaron y Tomás empezó a comportarse como si la casa fuera suya. Dejaba la ropa tirada por todas partes, se servía el último trozo de tortilla sin preguntar y ocupaba el baño durante horas. Una mañana, mientras intentaba prepararme para ir al trabajo, golpeé suavemente la puerta del baño:

—Tomás, ¿puedes darte prisa? Tengo que salir en diez minutos—.

Él abrió la puerta con cara de fastidio:

—Joder, Lucía, qué estrés tienes siempre. Relájate un poco—.

Me mordí la lengua para no gritarle. Cuando salí al salón, Sergio estaba leyendo el periódico como si nada pasara.

—¿No vas a decirle nada?—le pregunté en voz baja.

Él suspiró:

—Está pasando por un mal momento. Solo necesita tiempo—.

Pero el tiempo se alargó. Un fin de semana se convirtió en una semana. Una semana en dos. Cada día era una batalla silenciosa: Tomás exigiendo atención y cuidados; Sergio justificándolo todo; yo sintiéndome cada vez más desplazada.

Una noche, después de cenar, exploté. Estábamos los tres en el salón viendo la televisión cuando Tomás soltó:

—Lucía, ¿puedes traerme una cerveza?—

Me levanté despacio y le miré fijamente:

—¿Por qué no te levantas tú?—

El silencio fue absoluto. Sergio me miró sorprendido; Tomás puso los ojos en blanco.

—Vaya humorcito…—murmuró.

Esa noche discutí con Sergio hasta las lágrimas.

—No puedo más—le dije entre sollozos—. Siento que esta casa ya no es mía. Siento que tú ya no eres mío—.

Sergio me abrazó torpemente:

—Es mi hermano… No puedo dejarle tirado—.

—¿Y a mí sí?—pregunté con rabia.

A partir de ese momento todo cambió. Empecé a evitar a Tomás; salía antes al trabajo y volvía más tarde. Me refugié en mi amiga Marta, a quien le conté todo entre cafés y lágrimas en una terraza del barrio de Chamberí.

—Tienes que poner límites, Lucía. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti—me dijo Marta con esa seguridad que siempre he envidiado.

Una tarde llegué a casa y encontré a Tomás sentado en mi butaca favorita, hablando por teléfono a voces con alguien:

—Sí, tío, aquí estoy genial. Lucía es un poco intensa pero bueno… Sergio es un santo—.

Sentí cómo la rabia me subía por dentro como una ola imparable. Fui directa a la cocina y empecé a hacer ruido con los platos para que supiera que estaba ahí. Cuando colgó, vino hacia mí con una sonrisa cínica:

—¿Qué tal el día, jefa?—

No contesté. Me limité a mirarle fijamente.

Esa noche tomé una decisión. Esperé a que Sergio llegara del trabajo y le pedí hablar a solas en nuestra habitación.

—No puedo seguir así. O Tomás se va este fin de semana o me voy yo—.

Sergio me miró como si acabara de traicionarle:

—¿Me estás poniendo entre la espada y la pared? Es mi hermano…

—Y yo soy tu mujer. ¿Dónde quedo yo? ¿Cuándo vas a defenderme?—

Fue la primera vez que vi a Sergio dudar realmente. Salió al salón y habló con Tomás durante más de una hora. No escuché lo que decían; solo oía sus voces apagadas y algún grito ocasional.

Al día siguiente, Tomás hizo las maletas sin despedirse de mí. La casa quedó en silencio por primera vez en dos semanas. Sergio y yo nos sentamos juntos en el sofá sin saber qué decirnos.

Han pasado meses desde entonces y todavía siento el eco de aquellas discusiones en las paredes del salón. Nuestra relación ha cambiado; ahora hablamos más claro pero también hay heridas que tardarán en sanar.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debemos aguantar por la familia? ¿Cuándo es el momento de decir basta? ¿Alguien más ha sentido alguna vez que su hogar ya no le pertenece?