Cuando el Amor Pesa Más que el Dinero: Mi Vida con Sergio

—¿Otra vez llegas tarde, Victoria? —la voz de mi suegra, Carmen, retumba en el pasillo mientras dejo las llaves sobre la mesa.

No respondo. Estoy tan cansada que apenas siento los pies. Son las once y media de la noche y vengo de servir cafés durante seis horas después de una jornada de clases en la universidad. Aún me quedan dos artículos por entregar antes de dormir. En la cocina, Sergio está sentado frente al portátil, jugando al FIFA. Ni siquiera levanta la vista cuando entro.

—¿Has cenado? —pregunto, con la esperanza de que note mi agotamiento.

—He pedido una pizza —responde sin mirarme.

La rabia me sube por la garganta, pero me la trago. No quiero discutir delante de su madre ni de Lucía, nuestra hija de cinco años, que duerme en la habitación contigua. Me encierro en el baño y dejo que el agua fría me despierte. Miro mi reflejo: ojeras profundas, piel pálida, ojos apagados. ¿Cuándo fue la última vez que sonreí de verdad?

Recuerdo cuando conocí a Sergio en la universidad de Salamanca. Era divertido, soñador, lleno de ideas sobre cómo cambiar el mundo. Yo me enamoré de su entusiasmo y su risa fácil. Pero desde que nació Lucía y él perdió su trabajo en la inmobiliaria, todo cambió. Al principio buscaba empleo, pero después se fue apagando. Ahora dice que «no hay nada» y que «ya saldrá algo».

Pero mientras tanto, yo soy la que paga el alquiler del piso en Vallecas, las facturas, la guardería de Lucía y hasta los caprichos de Carmen, que vive con nosotros desde que enviudó. Nadie parece darse cuenta de que no puedo más.

Una noche, después de enviar mi último artículo a una revista digital, me derrumbo en la cama. Sergio entra y se tumba a mi lado.

—¿Por qué estás tan distante últimamente? —me pregunta.

—¿De verdad no lo sabes? —le respondo con voz temblorosa—. Estoy agotada, Sergio. No puedo con todo sola.

Él suspira y se gira hacia la pared. El silencio se instala entre nosotros como un muro invisible.

Al día siguiente, Carmen me espera en la cocina con un café.

—Hija, tienes que entender a Sergio. Está pasando un mal momento.

—¿Y yo? ¿Nadie piensa en mí? —le respondo, incapaz de contener las lágrimas.

Carmen baja la mirada y sale sin decir nada más. Me siento sola, incomprendida. En clase no puedo concentrarme; en el trabajo sonrío por inercia; en casa soy un fantasma que paga facturas y recoge juguetes.

Un sábado por la tarde, mientras intento corregir unos textos con Lucía jugando a mis pies, escucho a Sergio hablando por teléfono con un amigo:

—No sé cómo lo hace Vicky para aguantar tanto curro… Yo no podría.

Me invade una mezcla de orgullo y tristeza. ¿Por qué no puede intentarlo él también? ¿Por qué tengo que ser siempre yo?

Esa noche decido hablar claro.

—Sergio, necesito que busques trabajo en serio. No puedo seguir así. Me estoy ahogando.

Él me mira con una mezcla de vergüenza y rabia.

—¿Crees que no lo intento? ¿Que me gusta estar así?

—No lo sé, Sergio. Pero yo tampoco elegí esto y aquí estoy, luchando cada día por todos nosotros.

Se hace un silencio incómodo. Lucía entra corriendo con un dibujo en la mano.

—Mira, mamá, somos tú y yo en el parque.

La abrazo fuerte y siento cómo las lágrimas me queman los ojos. ¿Qué ejemplo le estoy dando a mi hija? ¿Que las mujeres deben cargar con todo mientras los hombres se esconden detrás de excusas?

Las semanas pasan y nada cambia. Sergio sigue sin encontrar trabajo —o sin buscarlo realmente— y Carmen cada vez me habla menos. Un día recibo una carta del banco: estamos al borde del descubierto. Me siento derrotada.

En clase, mi amiga Marta me pregunta si estoy bien.

—No puedo más —le confieso—. Siento que estoy perdiendo el respeto por Sergio… y por mí misma.

Marta me abraza y me dice algo que no olvido:

—El amor no es sacrificio eterno, Vicky. Si no te cuidas tú, nadie lo hará por ti.

Esa noche escribo una carta para Sergio:

«Sergio,
No sé cuánto más puedo aguantar así. Te quiero, pero necesito sentirme acompañada, respetada y valorada. No puedo ser tu madre ni tu salvadora. Si no cambian las cosas, no sé si podremos seguir juntos como pareja.»

La dejo sobre su almohada y salgo a caminar bajo la lluvia madrileña. Siento miedo, pero también alivio. Por primera vez en mucho tiempo pienso en mí misma.

Cuando vuelvo a casa, Sergio está sentado en el sofá con los ojos rojos.

—Lo siento —me dice—. No sabía cuánto te estaba perdiendo hasta ahora.

No sé si sus palabras cambiarán algo o si solo son promesas vacías. Pero al menos he recuperado mi voz.

¿Hasta cuándo debemos soportar solas? ¿Cuándo es suficiente sacrificio para dejar de llamarlo amor?