Cuando el corazón se rompe en dos: Historia de una traición en mi propio hogar
—¿Sabes lo que dicen de ti, Carmen? —me susurró Marisa, mi vecina del tercero, mientras bajábamos juntas por la escalera. Su voz temblaba, como si el secreto que iba a revelarme le quemara la lengua.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Era martes, acababa de salir del trabajo en la gestoría y solo pensaba en llegar a casa para preparar la cena y ayudar a mis hijos con los deberes. Pero algo en la mirada de Marisa me hizo detenerme.
—¿Qué pasa? —pregunté, intentando sonar tranquila, aunque el corazón me latía tan fuerte que temí que ella pudiera oírlo.
—Dicen… bueno, han visto a tu marido, a Luis, entrar con una mujer al piso… cuando tú no estás —soltó de golpe, bajando aún más la voz.
El mundo se detuvo. Todo el ruido del portal, los pasos de los niños jugando en el patio, el rumor lejano de la televisión en casa de los García… todo se apagó. Solo quedaba ese zumbido sordo en mis oídos y la imagen de Luis, mi Luis, abriendo la puerta de nuestro hogar a otra mujer.
No recuerdo cómo subí las escaleras ni cómo abrí la puerta. Mis hijos, Lucía y Pablo, corrían por el pasillo ajenos a la tormenta que se desataba en mi pecho. Luis estaba en la cocina, friendo croquetas como si nada. Me miró y sonrió.
—¡Hola, cariño! ¿Qué tal el día?
No respondí. Me encerré en el baño y lloré en silencio, mordiendo una toalla para no hacer ruido. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo podía haber traído a otra mujer a nuestra casa, nuestro refugio?
Esa noche apenas dormí. Miraba el techo y repasaba cada detalle de los últimos meses: sus ausencias, las llamadas que no contestaba, su repentina afición por ir al gimnasio. ¿Cómo no lo vi antes?
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, Luis se acercó por detrás y me abrazó. Sentí asco y rabia.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
—¿Quién es ella? —le solté sin mirarle.
El silencio fue tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Luis apartó las manos y se quedó quieto.
—No sé de qué hablas…
—No me mientas. Las vecinas lo han visto todo. ¿Quién es esa mujer?
Luis suspiró y se sentó en una silla. Bajó la cabeza y murmuró:
—Se llama Marta. Es solo una amiga del trabajo…
Le lancé una mirada que podría haberlo fulminado.
—¿Una amiga? ¿Una amiga que entra en nuestra casa cuando yo no estoy? ¿Eso es lo que somos ahora?
Luis no respondió. Se levantó y se fue al trabajo sin decir adiós.
Los días siguientes fueron un infierno. Las miradas de las vecinas en el portal, los susurros a mis espaldas, las preguntas de mi madre por teléfono: «¿Estás bien, hija? Te noto rara». No podía contarle nada. No quería preocuparla ni dar motivos para que la familia hablara más de nosotros.
Intenté seguir con mi vida: llevar a los niños al colegio, trabajar, hacer la compra en el Mercadona del barrio… Pero todo me recordaba a él y a su traición. Cada vez que veía una pareja cogida de la mano sentía una punzada de dolor.
Una tarde, mientras recogía a Lucía del conservatorio, me encontré con Marta. Era más joven que yo, con el pelo rubio y una sonrisa nerviosa. Me miró y bajó la cabeza.
—Carmen… lo siento mucho —susurró antes de alejarse corriendo.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Qué le habría contado Luis? ¿Sabía ella que estaba destrozando una familia?
Esa noche enfrenté a Luis. Los niños dormían y yo ya no podía más.
—¿La amas? —pregunté con voz rota.
Luis tardó en responder.
—No lo sé… Me siento perdido. Todo esto me supera…
Me levanté y salí al balcón para no gritar. Miré las luces de Madrid extendiéndose hasta el horizonte y sentí una soledad infinita.
Pasaron semanas así: discusiones a media voz para que los niños no escucharan, silencios eternos en la mesa del desayuno, noches sin dormir. Mi hermana Ana vino un día a verme y me encontró llorando en la cocina.
—Carmen, tienes que pensar en ti —me dijo abrazándome—. No puedes vivir así solo por mantener las apariencias.
Pero ¿cómo iba a romper mi familia? ¿Cómo iba a explicarles a mis hijos que su padre ya no vivía con nosotros? En España todavía pesa mucho el qué dirán, sobre todo en barrios como el nuestro donde todos se conocen y los rumores vuelan más rápido que el AVE.
Un domingo por la tarde, mientras Pablo jugaba con sus coches y Lucía leía en el sofá, tomé una decisión. Llamé a Luis al salón.
—No puedo más —le dije—. O luchas por esta familia o te vas ahora mismo.
Luis me miró con lágrimas en los ojos. Por primera vez vi miedo en su rostro.
—No quiero perderos… pero tampoco sé si puedo seguir fingiendo.
Me sentí derrotada. Le pedí que se fuera unos días para pensar. Los niños preguntaron por él durante semanas. Yo inventaba excusas: «Papá está de viaje por trabajo».
Las vecinas seguían cuchicheando pero ya no me importaba tanto. Empecé a salir a caminar sola por el Retiro, a tomar café con Ana, a mirar pisos pequeños por internet por si tenía que empezar de cero.
Luis volvió un mes después. Había adelgazado y tenía ojeras profundas.
—He roto con Marta —me dijo—. Quiero intentarlo contigo… si tú quieres.
No supe qué responderle. El daño ya estaba hecho. ¿Se puede reconstruir algo después de una traición así?
Hoy sigo aquí, luchando cada día por mis hijos y por mí misma. No sé qué pasará mañana ni si podré perdonar del todo a Luis. Pero sí sé que ya no soy la misma Carmen de antes: ahora sé lo fuerte que puedo llegar a ser cuando todo se derrumba.
¿Vosotros habríais perdonado? ¿Es posible volver a confiar después de algo así?