Cuando el Espejo se Rompe: La Verdad de una Familia Ensamblada
—¿Por qué siempre es Pablo el que se queda sin postre? —pregunté en voz baja, apretando la servilleta entre los dedos mientras veía a mi hijo mirar su plato vacío.
Sergio ni siquiera levantó la vista del móvil. Sus hijos, Marta y Álvaro, reían con la boca llena de natillas, ajenos a la tensión que se acumulaba en la mesa. Mi madre, sentada a mi lado, me miró de reojo, como si esperara que yo hiciera algo. Pero ¿qué podía hacer? Llevábamos cuatro años intentando ser una familia y cada día sentía que el suelo bajo mis pies era más inestable.
Cuando conocí a Sergio, pensé que por fin había encontrado un compañero para mí y un padre para Pablo. Él era atento, divertido y sus hijos parecían aceptar a Pablo como uno más. Al principio, los abuelos de ambos lados nos invitaban juntos a comer paella los domingos en la terraza de la casa de campo en Toledo. Recuerdo los primeros veranos: los niños jugando al escondite entre los olivos, las risas, las fotos familiares que colgábamos en el salón.
Pero poco a poco, algo empezó a cambiar. Sergio se volvió más distante con Pablo. Si Pablo sacaba un notable, Sergio apenas lo felicitaba; si Marta o Álvaro traían un aprobado raspado, él les compraba helado para celebrarlo. Al principio pensé que era mi imaginación, pero mi madre empezó a notarlo también.
Una tarde de otoño, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché a Sergio hablar por teléfono con su exmujer:
—No te preocupes, Marta y Álvaro siempre serán mi prioridad. Lucía lo entiende…
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿De verdad lo entendía? ¿Era eso lo que esperaba de mí?
Las discusiones empezaron a ser frecuentes. Yo defendía a Pablo y Sergio me acusaba de ser demasiado protectora. Una noche, después de una pelea especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Me preguntaba si estaba haciendo lo correcto al mantenernos en esa casa.
La situación se agravó cuando Pablo cumplió diez años. Quiso invitar a sus amigos del colegio y a sus hermanastros al cine. Marta puso mala cara y dijo que prefería ir con su madre ese día. Álvaro la imitó. Sergio no hizo nada por animarles a ir. Pablo terminó celebrando su cumpleaños solo conmigo y mi madre, mientras los otros niños se iban con su abuela paterna.
—No pasa nada, mamá —me dijo Pablo mientras soplaba las velas—. Estoy acostumbrado.
Esa frase me rompió por dentro.
Intenté hablar con Sergio muchas veces:
—No puedes hacer diferencias entre los niños —le decía—. Pablo también es tu familia.
Él suspiraba y me respondía:
—No es tan fácil, Lucía. No puedes forzar las cosas.
Pero ¿acaso no era su deber intentarlo? ¿No era eso lo que habíamos prometido cuando nos casamos?
Los abuelos paternos de Marta y Álvaro empezaron a invitar solo a sus nietos biológicos a las comidas familiares. Pablo se quedaba fuera cada vez más. Mi madre intentaba compensarlo llevándonos al parque o al cine, pero yo veía en los ojos de mi hijo una tristeza que no sabía cómo borrar.
Un día, después de una discusión especialmente amarga sobre las vacaciones de verano —Sergio quería ir solo con sus hijos a la playa—, mi madre me miró fijamente y me dijo:
—Lucía, tienes que pensar en ti y en tu hijo. Nadie más lo va a hacer.
Esa noche me senté en la cama de Pablo mientras él dormía y le acaricié el pelo. Me pregunté si algún día podría perdonarme por haberle traído a esta situación.
La gota que colmó el vaso llegó en Navidad. Sergio compró regalos caros para Marta y Álvaro: una bicicleta nueva para ella y una consola para él. A Pablo le dio un libro usado que había encontrado en una tienda de segunda mano.
—Es un clásico —dijo Sergio encogiéndose de hombros cuando vio mi cara—. Seguro que le gusta.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y escribí una carta para Sergio:
“Querido Sergio,
No puedo seguir fingiendo que somos una familia feliz cuando cada día veo cómo mi hijo se apaga un poco más. He intentado hablar contigo, he intentado entenderte, pero no puedo aceptar que trates a Pablo como si fuera invisible. Me voy con él porque merecemos algo mejor.”
A la mañana siguiente empaqué nuestras cosas y nos fuimos a casa de mi madre. Pablo no preguntó nada; solo me abrazó fuerte.
Han pasado dos años desde entonces. Pablo sonríe más ahora. Yo trabajo mucho para sacarnos adelante, pero al menos vivimos en paz. A veces me pregunto si hice bien en romper esa familia ensamblada o si debería haber luchado más por mantenerla unida.
¿De verdad es posible querer igual a los hijos de otro? ¿O siempre habrá diferencias invisibles que terminan rompiendo el espejo de la felicidad?