Cuando el sacrificio se convierte en distancia: La historia de Carmen y Lucía

—¡No me llames más, mamá! —gritó Lucía por teléfono, su voz rota por el llanto y la rabia—. ¡No sabes lo que es crecer sola!

Me quedé mirando el móvil, temblando. El silencio del piso de alquiler en Vallecas era tan denso que casi podía cortarlo. Tenía 59 años y sentía que mi vida se había reducido a ese instante: la voz de mi hija, llena de reproche, y yo, sola, preguntándome si todo lo que hice valió la pena.

Pero retrocedamos. Me llamo Carmen. Nací en un barrio obrero de Madrid, hija de un albañil y una costurera. Mi vida nunca fue fácil, pero aprendí pronto a no quejarme. Cuando conocí a Antonio, pensé que por fin podría construir algo propio. Nos casamos jóvenes y tuvimos a Lucía. Pero Antonio empezó a beber. Primero una copa después del trabajo, luego dos, luego no volvía a casa. Cuando Lucía tenía tres años, ya no podía más: el dinero no alcanzaba, las discusiones eran diarias y la tristeza se había instalado en casa como un huésped permanente.

El divorcio fue inevitable. Antonio desapareció, y con él cualquier ayuda económica. Me quedé sola con Lucía en un piso pequeño, sobreviviendo con lo que ganaba limpiando casas y cuidando ancianos. A veces no podía pagar el alquiler y la deuda crecía como una sombra amenazante. Recuerdo noches enteras sin dormir, mirando a mi hija mientras dormía y preguntándome cómo iba a sacarla adelante.

Cuando Lucía cumplió doce años, la situación era insostenible. Una amiga me habló de una oportunidad para trabajar cuidando a una anciana en Hamburgo. El sueldo era mucho mejor que cualquier cosa que pudiera ganar aquí. Lloré durante días pensando en dejar a mi hija, pero ¿qué otra opción tenía? Mi hermana Pilar se ofreció a cuidar de Lucía mientras yo estaba fuera.

La noche antes de irme, me senté en la cama con Lucía. Tenía los ojos grandes y asustados.

—¿Por qué te tienes que ir, mamá? —me preguntó con voz bajita.

—Para que podamos salir adelante, hija —le respondí, intentando no llorar—. Prometo que volveré pronto.

Pero los meses se convirtieron en años. En Alemania trabajaba de sol a sol: limpiaba casas por la mañana y cuidaba ancianos por la noche. Mandaba todo el dinero posible a Madrid para pagar el alquiler, los estudios de Lucía, la comida… Pero cada vez que llamaba por teléfono, sentía que mi hija se alejaba un poco más.

—¿Cuándo vuelves? —me preguntaba al principio.
—Pronto, cariño —mentía yo.

Pilar me decía que Lucía estaba rebelde, que discutía mucho en casa y que apenas salía con amigas. Yo intentaba compensar enviando regalos: una mochila nueva para el instituto, zapatillas de marca… Pero nada llenaba el vacío de mi ausencia.

Cuando por fin pude volver a Madrid, después de seis años fuera, Lucía tenía dieciocho años y ya no era mi niña. Apenas me miraba a los ojos. Había aprobado selectividad y quería estudiar psicología en la Complutense. Yo estaba orgullosa pero también aterrada: sentía que no la conocía.

—¿Por qué no te quedaste? —me preguntó una noche, sin mirarme—. ¿Por qué tuviste que irte justo cuando más te necesitaba?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que el miedo a perderlo todo era más fuerte que cualquier otra cosa? ¿Que cada noche en Alemania lloraba abrazada a su foto?

Los años pasaron y nuestra relación nunca volvió a ser la misma. Lucía se fue a vivir con su novio a Lavapiés y apenas nos veíamos en Navidad o cumpleaños. Cada encuentro era tenso; cualquier conversación podía convertirse en reproche.

—Tú elegiste irte —me dijo una vez—. Yo aprendí a vivir sin ti.

Intenté acercarme muchas veces: le propuse ir juntas al teatro, cocinar su plato favorito… Pero siempre encontraba una excusa para no venir.

Hace unos meses nació mi nieta, Martina. Pensé que quizá eso nos uniría. Pero Lucía apenas me deja verla; dice que no quiere que repita mis errores con su hija.

A veces me pregunto si hice lo correcto. Si el sacrificio valió la pena o si sólo conseguí perder lo más importante: el amor de mi hija.

El otro día volví a llamarla. Quería pedirle perdón, decirle que la quiero más que a nada en el mundo.

—Mamá —me interrumpió—, no sé si algún día podré perdonarte.

Colgó antes de que pudiera responderle.

Ahora estoy aquí, sentada frente a la ventana del salón, viendo cómo cae la lluvia sobre Madrid y preguntándome si algún día podré recuperar a mi hija.

¿De verdad es posible reconstruir lo roto? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?