Cuando la Amistad Cruza la Línea: Mi Vecina, Mi Límite
—¡Carmen! ¿Tienes un poco de sal? —La voz de Pilar retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera contestar al WhatsApp de mi jefe. Eran las ocho y media de la mañana, y ya estaba en la puerta, con su bata rosa y el pelo recogido a toda prisa.
No era la primera vez. Ni la segunda. Desde que nos mudamos a este bloque en Vallecas, Pilar se había convertido en una presencia constante en mi vida. Al principio me hizo gracia su desparpajo, su forma de contar chismes del portal y su generosidad con los niños. Pero con el tiempo, su amabilidad se transformó en una especie de asedio cotidiano.
—Claro, pasa —dije, resignada, mientras mi hija Lucía se asomaba desde el salón, con la mochila del colegio a medio cerrar.
Pilar entró como si fuera su casa. Dejó las zapatillas en la entrada y fue directa a la cocina. —¿Sabes qué? El otro día vi a tu marido hablando con la del tercero…
La conversación se perdió entre cucharas y rumores. Yo solo pensaba en el informe que tenía que entregar antes de las diez y en cómo iba a justificarme otra vez por llegar tarde al trabajo. Cuando Pilar se fue, veinte minutos después, me sentí agotada. Y era solo lunes.
A lo largo de los meses, las visitas de Pilar se volvieron más frecuentes y menos justificadas. Si no era sal, era leche. Si no era leche, era que su hijo Sergio quería jugar con Lucía. Si no era Sergio, era que se le había roto el router y necesitaba usar nuestro WiFi. Y siempre, siempre, entraba sin llamar realmente: un toque rápido a la puerta y ya estaba dentro.
Mi marido, Álvaro, intentaba quitarle importancia. —Es maja, Carmen. Solo está sola —me decía mientras recogía los platos después de cenar.
—No es eso —le respondía yo—. Es que no respeta nada. Ni horarios, ni espacio… ni siquiera mis silencios.
Pero él solo encogía los hombros y volvía a mirar el fútbol.
Una tarde de viernes, cuando por fin conseguí sentarme a leer un rato en el sofá, escuché el timbre. Era Pilar otra vez. Esta vez traía a Sergio llorando porque se había caído en el parque.
—¿Tienes Betadine? —preguntó sin mirarme a los ojos.
Le di el botiquín y me senté junto a Lucía, que miraba a Sergio con preocupación. Pilar empezó a curarle la rodilla en mi cocina como si fuera lo más normal del mundo.
—¿No tienes nada que hacer hoy? —le pregunté, intentando sonar amable pero firme.
Me miró sorprendida. —Bueno… pensaba que podríamos tomar un café juntas después…
Sentí una punzada de culpa. ¿Era yo demasiado fría? ¿Demasiado cerrada? Pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que justificar mi necesidad de estar sola?
Esa noche hablé con Lucía mientras le arropaba.
—Mamá, ¿por qué viene tanto la tía Pilar? —me preguntó con esa inocencia que solo tienen los niños.
—Porque le gusta estar con nosotros… pero a veces hay que aprender a decir que no —le respondí, aunque ni yo misma sabía cómo hacerlo.
El fin de semana siguiente fue el cumpleaños de Lucía. Habíamos invitado solo a cuatro amigas del colegio, pero Pilar apareció con Sergio y una tarta enorme sin avisar. Se adueñó del salón, organizó juegos y hasta repartió los regalos antes de que yo pudiera decir nada.
Por la noche, cuando todos se habían ido, Lucía me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿por qué Pilar manda tanto?
No supe qué contestar.
El lunes siguiente decidí hablar con ella. Esperé a que Sergio bajara al parque con Lucía y llamé a su puerta.
—Pilar, ¿puedo hablar contigo un momento?
Me miró sorprendida pero me hizo pasar. Su casa era un caos: ropa por todas partes, platos sin fregar y la tele encendida a todo volumen.
—¿Qué pasa? —preguntó mientras apagaba la tele.
Respiré hondo. —Pilar, necesito pedirte algo… Últimamente siento que no tengo espacio para mí ni para mi familia. Me gusta ayudarte y que los niños sean amigos, pero necesito un poco más de intimidad en casa.
Se quedó callada unos segundos. Luego bajó la mirada.
—No sabía que te molestaba tanto… Es que aquí estoy sola casi siempre y… bueno, pensé que no importaba.
Me sentí fatal al ver sus ojos llenos de tristeza. Pero también sentí alivio por haberlo dicho por fin.
—No quiero que te sientas mal —le dije—. Solo necesito un poco más de tiempo para mí misma. Podemos vernos en el parque o tomar un café fuera cuando quieras… pero en casa necesito tranquilidad.
Pilar asintió despacio. —Lo entiendo… Perdona si he sido pesada.
Desde entonces las cosas cambiaron poco a poco. Pilar dejó de aparecer sin avisar y yo aprendí a decir “no” sin sentirme culpable. Los niños seguían jugando juntos en el parque y nos veíamos de vez en cuando para tomar un café fuera de casa.
A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debería haber hablado antes. Pero también sé que poner límites es necesario para poder cuidar de uno mismo y de los que queremos.
¿Hasta dónde llega la amabilidad antes de convertirse en sacrificio? ¿Alguna vez os habéis sentido invadidos por alguien cercano? Me gustaría saber cómo lo habéis gestionado vosotros.