Cuando la casa de mamá se convierte en refugio

—Mamá, ¿te importa si voy a casa y me quedo unas semanas?—. La voz de Paula sonaba temblorosa, como si el teléfono pesara una tonelada. Era lunes, llovía a cántaros en Madrid, y yo, sentada en la cocina con mi café, sentí cómo el corazón se me encogía. Sabía que algo no iba bien.

—Claro que no, hija, vente cuando quieras— respondí, intentando sonar tranquila. Pero en mi interior, una alarma empezó a sonar. Paula nunca pide ayuda así porque sí. Y menos desde que se casó con Luis y se fue a vivir a Alcalá de Henares. Desde entonces, nuestras conversaciones se habían vuelto más distantes, como si la distancia física hubiera abierto un abismo emocional.

Colgó sin darme más detalles. Me quedé mirando el móvil, preguntándome qué habría pasado esta vez. No era la primera vez que Paula buscaba refugio en casa. La última vez fue tras una discusión monumental con Luis por culpa de su suegra, Carmen. Carmen, la suegra perfecta para todos menos para mi hija. Siempre metiéndose en su vida, opinando sobre cómo debía criar a los niños, sobre la comida, sobre la limpieza…

Esa noche apenas dormí. Recordé mi propia juventud, cuando mi madre me acogía tras cada pelea con mi padre. ¿Será que las mujeres de nuestra familia estamos condenadas a buscar refugio en la casa materna cada vez que la vida nos golpea?

A la mañana siguiente, Paula llegó con dos maletas y los ojos hinchados de llorar. Los niños se quedaron con Luis «unos días», según dijo ella. Me abrazó fuerte, como cuando era pequeña y tenía miedo a las tormentas.

—¿Qué ha pasado esta vez?— pregunté mientras le servía un café.

—Mamá, no puedo más. Carmen vuelve a quedarse en casa por semanas. Dice que viene a ayudar, pero solo critica y me hace sentir inútil. Luis no le pone límites. Me siento una extraña en mi propia casa—. Su voz se quebró.

La miré y vi reflejada a la joven que fui: insegura, buscando aprobación y cariño donde solo encontraba exigencias.

—¿Y Luis? ¿Qué dice él?—

—Que exagere menos, que su madre solo quiere ayudar… Pero yo ya no puedo más. Necesitaba irme antes de explotar delante de los niños.—

Me mordí la lengua para no decirle lo que pensaba de Luis y su falta de carácter. En vez de eso, le acaricié la mano.

—Esta es tu casa, Paula. Quédate el tiempo que necesites.—

Los días pasaron entre silencios y cafés compartidos. Paula apenas salía de su cuarto. Yo intentaba animarla con sus platos favoritos: tortilla de patatas, croquetas caseras… Pero nada parecía devolverle la alegría.

Una tarde, mientras doblábamos ropa en el salón, Paula rompió el silencio:

—¿Tú alguna vez pensaste en dejarlo todo y empezar de cero?—

Me pilló desprevenida. Recordé las veces que soñé con huir de mi propio matrimonio, pero nunca tuve el valor.

—Muchas veces… Pero siempre pensé en ti y en tu hermano. No quería separaros de vuestro padre.—

Paula suspiró.

—No quiero que mis hijos crezcan viendo cómo su madre se anula para complacer a los demás.—

La miré con orgullo y miedo a partes iguales. Orgullo por su valentía; miedo por el dolor que le esperaba si decidía romper con todo.

Esa noche, mientras cenábamos, sonó el teléfono. Era Luis.

—Paula, tienes que volver. Mi madre está preocupada por los niños…—

Paula apretó los labios.

—Luis, necesito tiempo. No puedo vivir así.—

Luis insistió:

—No entiendo por qué te molesta tanto que mi madre esté aquí. Solo quiere ayudar.—

Paula colgó sin despedirse y rompió a llorar.

Me senté a su lado y la abracé fuerte.

—Hija, nadie puede decidir por ti cómo debes vivir tu vida.—

Los días siguientes fueron una montaña rusa emocional. Paula empezó a buscar trabajo en Madrid «por si acaso». Yo la apoyaba en silencio, temiendo lo que vendría después: el juicio social, las críticas familiares… En España todavía pesa mucho el qué dirán cuando una mujer decide separarse o rebelarse contra la familia política.

Un domingo por la tarde apareció Carmen en mi puerta sin avisar.

—Vengo a hablar con Paula.—

La invité a pasar con el corazón encogido. Paula bajó las escaleras despacio, como si caminara hacia el cadalso.

El diálogo fue tenso:

—Paula, hija, tienes que entender que yo solo quiero lo mejor para vosotros.—

—Carmen, lo mejor para nosotros sería que respetaras nuestro espacio.—

Carmen se ofendió:

—¡Siempre tan susceptible! Yo solo intento ayudar porque tú no das abasto.—

Paula se levantó y le dijo con voz firme:

—No necesito tu ayuda si viene acompañada de críticas.—

Carmen salió dando un portazo.

Después de aquello, Paula pareció respirar mejor. Empezó a salir más, a reírse otra vez con sus amigas del barrio. Yo sentí alivio y tristeza: alivio porque mi hija recuperaba fuerzas; tristeza porque sabía que el conflicto no había terminado.

Una noche antes de dormir, Paula me preguntó:

—¿Crees que algún día podré tener paz en mi propia casa? ¿O estamos condenadas las mujeres a vivir entre guerras familiares?

A veces me pregunto lo mismo… ¿Cuántas mujeres españolas han sentido alguna vez que su hogar no les pertenece? ¿Qué haríais vosotras en mi lugar?